Leía hace unos días en La Contra de La Vanguardia, espacio que me reserva siempre grandes momentos de lectura, que los electrodomésticos y aparatos electrónicos está programados para morir.

Las lavadoras, las bombillas, las neveras… alguien hace un tiempo me dijo que incluso lo estaban los zapatos que llevamos, que empezaban a degradarse a los dos años. Esa es la forma de obligarnos a renovar, a comprar, a consumir… un círculo vicioso de gasto en el que todo debe caducar para asegurar el futuro de las marcas. Cierto que se le añaden otras consideraciones como los materiales biodegradables y ecológicos, en parte necesarios pero que también sirven para justificar la cultura de lo efímero, lo caduco.

Decía el entrevistado, Benito Muros, que le debemos la cultura de lo efímero a la Revolución Industrial. Todo lo que caduca y rápido está de moda. Desde hace años que se valora lo “fresco”; la juventud, la premura, lo que se consume de pie y sin paladeo. Todo lo que provoca estrés y va en contra de detenerse a pensar y valorar cómo nos afecta emocionalmente. Tenemos que generar necesidades de consumo para estar ocupados y vivir de prisa, con mecha corta y gran explosión. Ya no se valora lo duradero, lo reflexivo, lo maduro.

En esta sociedad más angustiada por llegar a la meta que por vivir la carrera, vivimos un recambio constante de ídolos, de metas, de búsquedas… de temas de debate… porque lo queremos todo y queremos ya a toda costa. Sólo hay que mirar los titulares de la prensa para darse cuenta. Un día vamos a muerte con un tema y, dos respiros después, apenas le reservamos un pequeño espacio de negro sobre blanco.

Y ante eso, la crisis nos ha dado una patada en la cara. Nos ha dicho que no mandanos en nada, que la meta está tan lejana que si no miramos por dónde pisamos caeremos en una zanja. Nos ha dejado claro que los jóvenes son igual de vulnerables que los viejos, que los ricos pueden ser pobres mañana… que los esquemas cambian… A nivel laboral, la crisis nos dice ahora que la producción no son mil personas en una fábrica sino treinta ante un ordenador en su casa. Que no se valora la cantidad si no la calidad. Que habrá que aferrarse a valores eternos y rebuscar en el baúl de las virtudes olvidadas porque la cultura de lo efímero nos lleva a la inexistencia. Recuperar las formas… 

Que si vivimos como si fuéramos un número y consideramos así a los demás, un día, nosotros también lo seremos.

Lo único que no es efímero ahora es la clase política. Está casta endogámica transversal entre todos los colores e ideologías se perpetua siempre. Si le sigues la pista a cualquiera que haya gobernado nuestras vidas ni que sea en una pequeña parcela de poder, le hallarás sentado en otra silla mullida o sentando cátedra desde otra tarima. Ellos, todos, inventaron la cultura de lo efímero, la obsolescencia programada para mantenernos ocupados, abúlicos, cansados, consumiendo cartuchos de vida uno tras otro… comprando sin cesar para mitigar vacíos.

Tal vez porque la casta política, en general, sí debería poder programarse para desaparecer. Para pasar ocho años en el poder y, un día venturoso, levantarse, mirarse al espejo y darse cuenta de que vuelven a ser personas comunes. De esas que saludan sin buscar votos, opinan con matices sin obedecer a doctrinas y admiten errores.

¡Qué bien nos iría si la obsolescencia programada fuera para ellos y no para nosotros y todo lo que nos rodea! Una excelente forma de acabar con lo corrupto.