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Cuando era niña las horas eran eternas. Sesenta minutos sentada ojeando un libro, fijándome en las comisuras de sus páginas, pasando los ojos por sus dibujos, siguiendo con las pupilas las letras… eludiendo pensamientos… eran una vida. Mis ojos lo escrutaban todo. Las formas caprichosas de las baldosas en el patio, la incandescencia de las bombillas, el reverso de las hojas de los árboles, los dibujos que formaban las nubes… todos los tenues quejidos que de noche se oían en casa. Lo pequeño era grande, enorme… digno de ser analizado hasta saciar la curiosidad. Y lo mejor, siempre parecía nuevo, sorprendente.

Cuando era niña notaba el calor del abrigo y el frío del helado. Los percibía intensamente con toda mi escasa materia, me calaban por dentro, me reseguían las esquinas… cada pequeña sensación era un tesoro, una experiencia capaz de transformar mi esencia, de mutarme, de hacerme más alta, más lista… más curiosa. Y siempre tenía espacio en mi dermis para una sensación más, un pedazo de vida nuevo… un camino distinto. Todo era gigante pero cabía en una caja diminuta.

Cuando era niña me bastaba con levantar la vista y buscar a mi madre y saber que era mi casa. Un par de besos eran una escuela, un palacio, un planeta. Mi cabeza sobrevolaba montañas y desiertos desde un sofá, mi pensamiento era de chicle, mis manos tenían magia para cambiar el mundo. Cuando era niña era de goma y de sueño, de pedazo de selva y de barco en el mar. Vivía en un castillo y era capaz de zamparme cualquier cosa que pudiera imaginar… y lo imaginaba todo y todo me cabía entre las manos.

Cuando eres niño todo es nuevo, eterno, intenso. Todo supone un pequeño reto, todo es asumible… todo se puede recortar y pegar. Y los esfuerzos tienen grandes recompensas…

Y maduramos o eso creemos. Aunque a veces, lo que hacemos es crecer por fuera; ponernos corbata o tacón alto, dejar el castillo, seguir un camino predeterminado. Nos ponemos rígidos como un palo y forzamos la sonrisa… porque no entendemos nada. El ejercicio de ser adultos debería suponer poder guardar esa capacidad de verlo todo cada día como si tu mirada fuera virgen… pero almacenar una conciencia sabia. Descubrir que no somos el ombligo del mundo y volver a mirar el reverso de las hojas…recuperar el juego.

Saber que no todo va ser como deseamos… pero que quizá pueda ser mejor. Recordar que no todo se ve y se toca, que no todo se alcanza con la mano pero que está a tiro de pensamiento. Y que cuando toca lluvia, hay que mojarse.

Que el próximo minuto nos encuentre un poco vírgenes… que el futuro no pille siendo niños.