boda-triste

A veces, nos pasamos la vida pendientes de otras personas. Atentos a su más leve súplica o gemido. Colmando sus pequeñas exigencias, arañando al mundo para cumplir sus deseos. Y no sólo para que sean felices y se sientan bien, sino para complacerlas y hacer que nos miren… que nos vean.

Lo podemos hacer llegar al extremo, al exceso… Sobrecargarnos de la necesidad de existir a través de sus ojos y aceptar sus miradas como las únicas válidas. Cedemos el primer día un minuto de nuestro tiempo y despertamos años más tarde con siglos perdidos de caricias, de respuestas, buscando aprobación y suplicando un cariño que no es tal porque lo hemos dado a cambio de nada… Esa persona ha creído que era gratuito, que no merecía canje. Vendemos nuestra ilusión, nuestras ganas y nuestras inquietudes tan baratas que parece que no merezcan la pena. Y ese reloj que corre para indicarnos los momentos regalados a cambio de indiferencia nos recuerda que lo único que conseguiremos de esa maniobra tremenda que es el borrarse a uno mismo es un «casi amor». Unas migajas de amor que siquiera llegan juntas y el mismo día, están dispersas en el tiempo y el espacio, no cunden… no juntan un puñado de buenos momentos, saben a lágrimas y son bocados entrecortados para alguien hambriento que merece saciarse porque sacia mucho, porque se da por entero y recibe una especie de sucedáneo. Un placebo que procura algunos instantes de euforia porque se parece al cariño, al respeto, a la compañía, pero que es exigencia, cierta tiranía y pura necesidad.

Y no nos queda ni el consuelo de echar culpas. No existen las culpas. La responsabilidad es nuestra, toda. Nosotros cruzamos lineas y toleramos despechos. Subimos montañas imposibles y bajamos a lo más ínfimo por decisión propia. Somos lo que hemos consentido ser.

Y todo eso no sirve para nada. No nos hace mejores, ni más dignos a esos ojos que incansablemente buscamos complacer. Nos hace espectros, sombras, sucedáneos de persona a los que premiar con sucedáneos de amor.

Y parece que no nos queda nada, pero no es cierto. Estamos nosotros mismos, que somos más que esas sombras en las que nos convertimos hace siglos. Somos un mundo por recuperar. Sólo nos hace falta estar en silencio un instante y oír nuestros deseos, nuestros sueños… nuestros pensamientos y saber que merecemos complacerlos. Y recordar que nuestro amor es caro, carísimo. Que por lo menos merece otro amor de igual intensidad para ser regalado. Que el gran reto es vivir a través de nuestros ojos, batallar con nuestros miedos, ejercer de seres humanos enteros.

No se admiten rebajas. No somos saldos. No estamos de oferta. Nos desviviremos por otros, si cabe, pero a cambio de no perder la dignidad. La felicidad no se posterga, ni se regatea. El amor no se vende. Lo daremos todo, pero queremos más… lo que nos toca. No merecemos amores diminutos, no somos un amor menor.

Gracias a Fátima Abril por haber inspirado este post con su blog http://blog.fatimabril.es/