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Vivía de palabras. Las devoraba, las leía una vez y otra, hasta mutarles el sentido y reconvertirlas. Jugaba a cambiarles el acento y ponerles prefijo, las cambiaba de contexto… las susurraba. Cuando estaba triste, las convertía en llanto o en gemido… cuando estaba alegre, las zarandeaba hasta que eran puras carcajadas…
De tanto perseguir palabras, había dejado un poco de lado los gestos, el roce con las personas… siempre más imperfectas a sus ojos que todo lo que podía encontrar escrito en un poema, en un tuit… en una pared oculta, de una calle oscura, una tarde perdida.
Los ojos se le humedecían al pensar combinaciones de palabras… Las posibilidades eran infinitas, podría estar toda la vida haciéndolas bailar a su gusto… y el día en que muriera, aún le quedarían millones por haber escrito, pronunciado, haber sentido. Se le clavaban como espinas las que nunca podría oír… eran risas perdidas, angustias imperceptibles acumuladas en su interior esperando ser liberadas. Escribirlas la liberaba de miedos y dolores.
Sin embargo, aquella mañana, se levantó saciada de ellas y al mismo tiempo hambrienta. Por un momento, las quiso corpóreas, necesitó tocarlas. Aquel día, al salir de su sueño, despertó en su piel y quiso piel, se sintió carne, quiso ser un verso y cobrar vida… quiso roce, caricia, quiso traspasar el papel y notar el calor, vaciarse del pánico de negro sobre blanco y nacer al temor de buscar abrazos sin encontrarlos. Quería ser cuerpo con todas sus consecuencias.
Estaba tan agitada que siquiera supo encontrar la forma de decírselo a si misma, no articuló sonido, ni encontró vocablo posible que contara su historia. No supo cómo y no supo por qué no sabia cómo. Estaba muda.
Todo su mundo era expresable hasta hoy en unas lineas, estaba ya contado en un manojo de poemas intensos… y hoy, se le rebelaba como un niño travieso, se le burlaba en la cara como si le desmintiera el pasado, como si le negara el haber existido, como si le dijera que lo vivido era falso. Había sido de papel y de sueño. Un volcán dormido.
Una fuerza inconmensurable la asía del pecho hacia fuera, la arrastraba a un remolino gigante, el viento le quemaba el rostro y la mantenía sujeta a dos palmos del suelo… eso parecía. En realidad estaba sentada sobre su cama, estaba sola, se sentía sola. Ahora quería versos de piel y de beso. Y le producía un temor inmenso pensar que no podía saciar ese deseo, más incluso que perder las palabras, que dejar de sentirlas. Podría buscarlas para explicar ese dolor nuevo y casi sólido… y tal vez  haber escrito lo que sentía en un pedazo de papel, pero prefirió salir a la calle y buscar personas. Necesitaba calor.
No era papel, era cuerpo.