Aquella tarde descubrió que estaba sola. Que estaba vacía, completamente. El estómago le dio un vuelco. Intentó buscar en la memoria el último instante de su vida en el que no se sentía así, cuando aún era la pieza de un engranaje más grande. Cuando era una cuenta de un collar, un grano de arena acumulado a otros granos de arena formando una duna… cuando sentía aún que formaba parte de algo, de alguien…
Quiso saber qué había pasado. Cuándo se le había descosido la vida, cuándo se había alejado de su mundo y se había encerrado en una cáscara hueca sin hendiduras ni resquicios.
Se recordó riendo, acabando las frases de otra persona, bailando sin parar sobre un suelo deslizante. Sin miedo, sin encogerse al ver pasar las noches y los días… sintiéndose inmortal casi… buceando entre los rostros de la gente. Contemplándole a él, sin ver nada más. Loca, jadeante, feliz. Agarrada a su mano con fuerza e intentando saber dónde empezaba ella y dónde terminaba el espacio que ocupaba ese ser al que quería seguir atada eternamente y por el que no le hubiera importado ser devorada.
Buscó entre las esquinas del recuerdo y se veía hermosa, con una mueca picarona y una mirada vacilante, atrevida, irónica… siempre a medio camino entre la irreverencia y el respecto, siempre jugando y haciendo equilibrios… subiendo cada día un escalón más en su osadía.
Ahora no conseguía recordar si un día se le fue la mano en una de esas ironías o si falló en la cuerda floja, perdió el equilibrio… o tal vez, fue devorada finalmente por ese ser que al mirarla le poseía la voluntad y le dirigía las entrañas. Y empezó a deslizarse por el tablero, como una pequeña pieza que gira sin poder parar, y cuando llegó al margen, ya no pudo volver atrás. Fue por inercia quizás, que fue perdiendo la esencia y ya no podía recordar sus facciones del pasado y no eran, desde luego, las facciones que había ahora en su cara.
No recordaba cuándo vació su agenda de cafés, llamadas, encuentros inesperados, conversaciones interesantes… cuando sustituyó los amigos por las cuatro paredes que ahora la circundaban… cuándo cerró la puerta de su alma enorme y vivaracha para convertirla en un alma diminuta y casi extinta. No sabía cómo se marchitó ni por qué hasta ese momento preciso no se había dado cuenta. Y estaba sola. Tan sola que su soledad arañaba y mordía. Era una soledad compacta, rotunda, masticable. Todo lo impregnaba y enviciaba de llanto pegajoso, de un temor oscuro que se aferraba a la espalda y no se desprendía por más que se agitara y jugara a tocarse la cola. Lloraría hasta reventar, hasta que la cáscara se rompiera, hasta que alguien ahí fuera se apiadara de sus gritos y lamentos y viniera a rescatarla, pero no había nadie. Ahora lo recordaba. El ser al que estaba atada, la devoró una tarde como ésta y siguió su camino… y ella echó la llave. Y su mundo se convirtió en un todo hermético, aséptico, falto de cualquier indicio de vida y estímulo. Sin pasión. Sin más miedo que el propio miedo.
Estaba tan sola, ahora se daba cuenta, que sólo le quedaba oír su propia voz diciendo su nombre. Y gastarlo, hasta que perdiera sustancia, como ella. Sólo le quedaba abrazarse, para notar que su piel aún estaba caliente. Y empezar de nuevo a imaginar… y saber que tenía que desandar en camino. Regresar a la arena, mezclarse, notar el calor y la sal, salpicarse. Volver a ser duna y no permitir jamás que nadie le quitara la ironía y la risa.