nina-rubia

Visitó con la memoria a la niña que aún habitaba en ella. Tenía seis años. La encontró llorando en el patio de la escuela, en un rincón. Tenía las rodillas con rozaduras y la mirada perdida hacia el grupo de niños que reía y saltaba. Estaba rota, pero altiva, parecía un figurita diminuta pegada al suelo. La niña le dedicó unos segundos con las pupilas y entonces recordó que hubo un tiempo en el que ella no reía, no hablaba, se encerraba en un caparazón y se ponía en una esquina. Le hubiera hecho gracia la situación, si no fuera porque la cara de dolor de la niña le recordó que aquello de aislarse y sentirse distinta era duro. Los ojos de aquella niña, mucho más bonita de lo que recordaba y hubiera imaginado jamás, se clavaron a los suyos. Quiso acercarse y llenarla de besos. Decirle que aquel dolor intenso e insoportable cesaría, que era absurdo… Que ninguna de las grandes calamidades que esperaba entonces iba a sucederle. Que a cambio vendrían otras, algunas con moraleja facilona y otras a las que le costaría encontrarle el sentido. Quería decirle que el pegamento que la tenía paralizada en ese rincón y que es tan eficaz se llama miedo y que iba a tener que desprenderse de él para poder desterrar los rincones de su vida y protagonizarla. Le diría que no se preocupe, que no está destinada a los rincones, que algún día, a pesar de que ahora no hablaba mucho, la gente la iba escuchar porque sabría usar las palabras y que éstas iban a convertirse en su principal apoyo en el mundo. Que conseguiría cosas que no imaginaría nunca, que ahora creería imposibles, mágicas. La miraría a los ojos y le diría “piensa que puedes” y le pediría que no se dejara arañar más por las miradas ajenas, que en el fondo, estaban aún más asustadas que la suya.

Le diría que era hermosa, que no se preocupara por ser distinta y sentirse distinta porque algún día daría las gracias por esa diferencia. Que las rarezas son a menudo talentos ocultos y las caídas oportunidades. Que apreciara su cabello brillante y color poco común de sus ojos… Que iban a quererla mucho y que iba a amar sin tregua. La cogería de las manos y le diría que no estaba sola, que era lista y que va a saber cómo darle la vuelta al vacío que ahora sentía para sobrevolar situaciones como esta. Que iba a reír y a mezclarse con la gente, que esto era sólo un ensayo de lo que había en el mundo, que nada de lo que ahora le pasara era definitivo… Que la vida es corta, cortísima y que en dos días se iba a encontrar con unas alas enormes que no sabría utilizar. Y que las usaría a duras penas para seguir adelante y tropezar. Y tropezando aprendería a volar. Que atarse al miedo es una excusa para los que no se atreven a ser libres y que ella, no iba a ser de los que renuncian a su libertad.

La abrazaría y le diría que iban a estar siempre juntas, pero que ella iba a ignorarlo durante mucho tiempo. Hasta que una tarde, haciendo repaso de su vida, vuelva aquí, en este preciso instante y vea a una niña que llora. Y necesite decirle que se quiera, que se respete, que no se preocupe porque con un paso tras otro lo conseguirá… ¡Todo! Entonces sabrá que no puede contarle nada, por más que lo necesite o desee… Tan sólo tenderle la mano y secar sus lágrimas… Porque se dará cuenta de que aquel dolor sin sentido es lo que la hizo superarse y brillar. El dolor la obligará a dejar el rincón…

Y que eso tiene que descubrirlo sola.