NIÑA PRINCESA

Yo iba a ser princesa. Todo estaba planeado y decidido. Tenía que dejarme llevar y decir que sí. Ensayar un sonrisa que llegara con facilidad a la boca y se incrustara en ella, tener un saludo siempre a mano, una frase que llegara a la mente sin apenas pensar para decir que todo está en orden, que todo es como debe ser. Estaba destinada a ser una princesa “de lata” y deslizarme en un mundo de terciopelo acabado de coser y limpiar. Un mundo aséptico, con el placer previsto en la agenda y el aburrimiento postergado. Una princesa ñoña y correcta.

Tenía que permanecer sentada en la nube. Respirando un perfume dulce y notando en mi cara una brisa empalagosa, viciada pero amable. Todo sería perfecto. Mis pupilas estaban entrenadas para no mirar más allá del decorado, donde acababa el cartón piedra y el aire se enrarecía. Siempre escuchando una especie de vals eterno, una música simplona compuesta por mentes angostas para recordarme que no tenía que superar los límites del tablero, que tenía vetado imaginar más, desear más y, sobre todo, pensar distinto. Es que más allá las nubes eran negras y el barro ensuciaba los pies.

Iba a ser una princesa de categoría menor, pero princesa, al fin y al cabo. Iba a aspirar a terminar mis días sin haber sufrido demasiado, ni haber sudado demasiado, lamida por el sol en una cala desierta… Tomando una bebida dulzona de color malva con un sombrillita y manteniendo una conversación absurda y altamente prescindible. Iba a ser de ese tipo de princesas que malgastan aire cuando respiran y queman hierba cuando pisan, porque quieren, porque pueden… Porque sí.

Estaba destinada al Olimpo de las estupideces y de las vidas intensas pero encapsuladas. Iba a beberme un sorbo y a pensar que me había tragado una ola… Iba a confundir una alergia con una pasión y un amor verdadero con una ataque de fiebre. Iba a eso… Inconsciente de mí, lo tiré todo por la borda. Me hice demasiadas preguntas. Mis ojos rebuscaron pistas más allá de los quicios de las puertas, mis pies saltaron y anduvieron saltando y brincando hasta salir del decorado, encontraron piedras, fango, hierba, arena… Me hice heridas. Me partieron el alma y me dejaron seca, como un árbol partido por un rayo. Me golpearon cada uno de los rincones que consideraba sagrados, me fracturaron la consciencia y me dijeron que “no” tantas veces que llegué a pensar que nunca sería que sí. Y me quedé sucia, revuelta, agotada pero respirando un aire limpio, salvaje, hambrienta de todo y con todo a mi alcance. Sin más límite que el que impusieran mis ganas, sin más prohibición que la que me dictara mi sentido del ridículo, que por aquel entonces, se había diluido totalmente y era pasto del olvido.

Lloré de miedo y de risa, mucho de risa. Me junté con buenas y malas compañías, pero las escogí cada vez yo misma.

Me cubrí de alegrías y de sueños, me salpiqué de tristezas ajenas y las viví como propias. Abracé, sentí, me estremecí… Di cien millones de vueltas para volver muchas veces al principio y dar el primer paso de nuevo, con gesto distinto, con ansia intacta, pero con facciones cambiadas. Sintiéndome cada vez más sujeta al suelo pero con unas alas más grandes. Y en mi interior, siendo cada vez más yo y menos mundo, más mundo dentro de mí y mi yo más enorme, más ancho, más intenso.

Y me di cuenta de que acabaría mis días rodeada de rostros y sueños. Sedienta, con ganas de reírme y echarme a la sombra, escuchando las palabras de alguien que aún hubiera dado más vueltas que yo. Boquiabierta, con los ojos inquietos y las manos tendidas. Pensando que me falta mucho por hacer y conocer, con más preguntas por responder y aún deseosa de todo… Y, por supuesto, satisfecha del día que decidí abandonar la nube y tocar al mundo y arriesgarme a caer.

Yo iba a ser princesa, pero escogí salir del decorado y pegarme a la vida.