mano sol

Equivocarse es a veces maravilloso. Si cuando acabamos de hacerlo escondemos la mano o fingimos el gesto para que parezca que fue otro o nos engañamos a nosotros mismos, nos quedamos sin la enseñanza. Sin todo lo bueno que acarrea fallar y caer. En todo acto erróneo hay algo hermoso, toda caída conlleva una recompensa. Aunque a veces esté oculta. Aunque haga falta secarse las lágrimas de los ojos para verla e inspirar profundamente hasta notar el aire que fluye dentro de ti. 

A menudo, tragarse la hiel del fracaso es tan duro y desagradable que cuesta pensar que en ello pueda haber algo mágico, algo precioso y preciado que al día siguiente nos pueda servir de bastón donde apoyar nuestro cuerpo magullado para volver a andar. Cuesta recordar que los fracasos están para usarlos, para extraer de ellos toda la miga y la substancia y crear algo nuevo. Miras con ojos incrédulos, con ojos locos de ganas por encontrar la moraleja a todo lo que te ha llevado al suelo donde aún estás, con las rodillas llenas de rozaduras y el ego flojo, y no ves nada. No encuentras el sentido al dolor, a la desilusión, al sueño perdido y no conseguido… La confianza está hecha jirones. No le ves la gracia a nada, no encuentras por donde sujetarte al presente y además empiezas a pensar que el resto del mundo te mira, te observa. Que se han fijado en la cara de placer que ponías mientras soñabas, pobre inocente de ti, y ahora reirán a gusto al verte derrotado. Aunque en realidad no miran, no saben qué buscas ni quién eres. No te conocen. A veces, hacer el ridículo forma parte de un aprendizaje superior, un club selecto en el que sólo entran los valientes, los ávidos de vida, los que están dispuestos a vivir con todas las consecuencias y no quieren ser sencillamente espectadores. Es el precio a pagar por notarlo todo con más intensidad, por rozar un cielo reservado a los que lo arriesgan todo por lo que quieren. A los que se apasionan con lo pequeño y sueñan grande…

Y ahí, tirado, calculando tus fuerzas a ver si logras levantarte y seguir, juras no volver a soñar. No volver a amar. No volver a ilusionarte. No volver a imaginar que lo que deseabas con todo tu ser salía bien. Prometes ser gris y tener sueños alcanzables, posibles, diminutos, de bolsillo… Sueños de esos que se consiguen en un par de tardes. No son nada desdeñables, la verdad. En el fondo, la vida no es sólo tener sueños imposibles y hacerlos realidad sino aprender a apreciar las pequeñas cosas. Soñar pequeño… La frase no te gusta, no te convence… Suena amarga, ahoga, comprime. Apreciar lo que tienes sí, pero soñar limitado, soñar a medias, no te atrae. Tendrás que hacerlo, piensas, si no quieres volver a caer, despeñarte por tu deseo colina abajo y quedar como ahora… Con la cara de asco, el cuerpo roto y el alma partida. Te han arrancado las ganas de cuajo… Y total, por un sueño que se repite, algo que ya has intentado otras veces, que esta vez parecía que ibas a conseguir… Y miras al cielo y dices en voz alta “esta prueba ya la tenía superada, no hacía falta”… Y te encoges por dentro sin saber qué hacer, qué pensar, qué va a ser de ti ahora.

Te levantas. Suspiras. Te sientes cansado, mareado, pequeño. Decides seguir con tu vida. No tienes ganas de reír pero finges el gesto porque el hábito hace al monje. Te tragas unos días sin apetito, unas tardes de ansia, unas noches largas dándole vueltas a la cabeza sin parar. Repasando qué pasó, qué hiciste mal. Y un día, te levantas y te das cuenta de que vas a incumplir tu promesa. Que no podrás vivir en una caja, que no naciste para tener deseos de catálogo y sueños diminutos. Que cada vez que has caído has crecido, que ahora eres enorme, como muchos otros, como todos si quieren serlo… Que alguien tan complejo como tú puede admirar cosas sencillas pero no tener sueños simples. Que puestos a caer, mejor caer por algo grande, algo hermoso, algo que de conseguirlo compense el esfuerzo… Un sueño al que mirar a los ojos y sonreír… Saber que valió la pena el descalabro, el golpe, la sacudida. Ahora, con el paso de los días, te notas elástico, resistente. Eres de otra materia más apta para modelar y tomar otra forma, sin perder tu origen y tu substancia inicial. Sin perderte a ti mismo. Sabes de donde vienes y ten encanta imaginar que no sabes ni tú hasta donde puedes llegar…

Puedes ser gigante, enorme. A pesar de levantar apenas unos palmos del suelo y de haber nacido en una calle chica y una casa diminuta, en una ciudad sin nombre en el mapa. A pesar de haberte escondido durante mucho tiempo en todos los rincones para ocultar tus ojos de miradas ajenas y punzantes. A pesar de haber pensado siempre que nunca volarías. Que había cotos de gloria vetados a tu presencia. Que no tenías nada hermoso que contar ni nada hábil que hacer con tus manos y pensamientos. Incluso entonces, ya podías porque ya imaginabas. Ya deseabas. Ya llevabas en tu interior unas ganas insaciables de tragarte las excusas.

Puedes tocar el cielo. Quieres brillar.

Ahora que lo piensas, la última caída no fue tan dura. Ya sabías caer, sabías como amortiguar y esquivar. Además, el último intento te ha sido grato, has aprendido mucho y conocido a algunas personas maravillosas por el camino… Ellas son tu recompensa, un legado de tu fracaso, el material precioso con el que volver a construir de nuevo.

Ahora que lo piensas, te das cuenta, eres afortunado. No todo el mundo sabe caer. No todo el mundo se levanta y pide más. Lo sabes, equivocarse es maravilloso… A veces.