Voy a escribir sobre belleza. Me lo pidió un compañero de historias imposibles, un loco que se deleita como yo con las palabras y le da la vuelta a las cosas complicadas para convertirlas en sencillas. Al final, lo sencillo es lo más hermoso. Y la belleza es omnívora, omnipotente, omnipresente… Ineludible, inabarcable, atrevida, indiscreta, insensata…

Adoro la belleza, le dije. Siempre la busco y siempre la encuentro. Tengo esa suerte, la verdad. A veces es una pátina que está en todo, que lo cubre todo, que lo transforma todo. No siempre se ve, pero está. En ocasiones puedes contemplar algo durante siglos y no verla. Entonces, de repente, te distraes con otra cosa un segundo, y al volver a posar la vista la descubres. Estaba allí, era tan evidente que su obvia presencia casi ofende tu inteligencia. Aunque la belleza no es sólo para inteligentes o al menos no para los que todo lo saben. Es para los que todo lo buscan y lo notan. Es más para insatisfechos que se derriten por las migajas que para colmados de satisfacciones. No es para los que aman sin quitarse la ropa, ni para los que se ponen guantes para tocar. A veces hay que escarbar y arañar una superficie gruesa para encontrarla o dejar que llueva mucho para que el vaho la dibuje en los cristales. La belleza se oculta a la vista de los que intentan cogerla y poseerla, los que quieren quedársela para mirarla sin vivirla y se convierte en el maná de los que la comparten. Se esconde ante las pupilas avariciosas y se desnuda ante las miradas hambrientas de alegrías, de aventuras, de cariño… Los ojos de los que quieren encontrar y mostrar al mundo un destino distinto. Aquellos que osan cambiar las normas y están tocados por la imprudencia. La belleza ama a los irreverentes y los que no tienen miedo de mostrar sus rarezas a un mundo que no siempre las comprende.

La belleza no es para sabios ni para ignorantes, es para desesperados por conocer y saber. Para deseosos de encontrar la forma de contar que hay más que el pan, el dolor y la rabia acumulados en nuestras entrañas. Es para los que miran un puente y ven un acuerdo. Para los que miran una casa y ven una familia… Los que prefieren pasarse a quedarse a medias. Los que no se calman cuando llegan al final y enseguida buscan otro reto. Los que no esperan casi nada.

Amo la belleza. La busco y la encuentro a menudo en una palabra imprudente pero necesaria. En un silencio que cuenta una historia desesperada. En el eco de una soledad tan áspera que al encogerte en un rincón notas como el alma se te astilla pero busca remedio… El sonido insistente de una gota que cae sobre el agua cóncava a punto de rebosar… Una puerta que se cierra y te obliga a imaginar.

A veces la belleza es tan intensa que nos golpea la cara con su esplendor y nos deja tan atónitos que no la reconocemos. La confundimos con cualquiera de los malabarismos que nos hace la vista cuando nos dejamos llevar por reglas absurdas que nos dicen lo que es hermoso y lo que no. Otras veces, está disfrazada de angustia, de miedo, de pájaro mojado por la lluvia o de maleta vacía esperando llenarse.

La belleza real, la que a menudo no vemos porque no nos contemplamos con los ojos de la conciencia, está incrustada en los parques infantiles y mira a los niños a la cara cada día. Está en las estaciones de tren y dice adiós con la mano. Se lleva prendida al cordón umbilical y se te ata a los zapatos cuando pisas la hierba. Se te cosió a la falda una tarde cuando fuiste capaz de pedir perdón y se te pegó al pecho el primer día que amaste y supiste que no lo podías remediar. Está en los labios del amigo que te da aliento, en el abrazo delicioso de tu hija maravillosa, en la mesita de noche donde tienes ese libro a medias que cuenta tu historia sin que lo sepa nadie, a veces ni siquiera tú. Hay personas que la llevan impregnada por todas partes y no lo saben. La desprenden cada vez que se te acercan y encuentran la palabra que necesitas escuchar o te preguntan qué te pasa. La tienen los que bailan, los que ríen, los que sueñan con decirte que te quieren y nunca se atreven porque piensan que tú no sientes nada. Está en un grano de arena y en la torre más alta que rasga el cielo si en ella hay alguien que sueña y mira hacia abajo imaginando que vuela.

Aunque la belleza más ignorada siempre es la propia. La que está metida en cada una de tus espinas y escamas. La que te come el alma a bocados si no la sueltas. La que escondes tras unas gafas o un gesto adusto. La que no puedes ver porque estás ocupado buscándola en otros rostros que parecen perfectos pero que están deshabitados. La belleza propia es tímida, remolona. A veces llama a la puerta de tu conciencia y te pide que la saques a caminar, que la muestres al mundo, que la reconozcas. Tiene un tacto rugoso pero agradable. Huele a tierra, a mañana imperfecta, a café con espuma, a salitre de marea baja y flor común de tallo grueso. Una de esas de color amarillo que los niños le dan a mamá para que se la prenda entre la oreja y el pelo. Esa belleza que sabe a beso largamente esperado, a galleta, a uva de fin de año y al vino de la cena de una noche perfecta… Y tiene la cara que sueñas tener, si te amaras como debes, si te disculpas las faltas y te contemplas con los ojos del tiempo.

Aunque no la veamos no importa, ahí sigue. La belleza de verdad te busca a ti, siempre se hace más grande con el tiempo, aumenta de tamaño y se desparrama. Invade tu espacio y lo toca todo hasta que se te hace imposible no encontrarla…

Y un día cualquiera, vuelves la vista y topas con ella y ves que es enorme y es tan grande que te abraza.

Está en lo más diminuto y en lo más rotundo. En lo más absurdo y lo más importante. Es un pedazo de pan, un trozo de mar que recorta el horizonte, una tela de araña, una voz que te canta para que duermas o una guitarra que suena en la memoria. Es un recuerdo al que aferrarse, una tarde ante un café y un mensaje de alguien que te recuerda que puedes cambiar el mundo si hoy estás con ganas.

Dedicado a Alberto Busquets y Paz Robledo, belleza en estado puro y sin filtros… ¡Gracias!