A veces, lo intentas todo y parece que no sirve de nada. Subes la montaña, bajas al infierno, caminas un por largo sendero pantanoso y cuando llegas no has conseguido nada de lo que esperabas. El consuelo que te queda es lo que aprendes, lo que tú cambias en este proceso… Aunque ahora no te sirve porque tienes esa sensación de “a mí nunca” “¿por qué no?” como si hicieras lo que hicieras, un duende caprichoso moviera los hilos desde arriba para evitar que toques la luna. Es un duende que siempre está despierto y atento. Has intentado burlarle mil veces pero duerme con un ojo abierto y da unas zancadas impropias de su condición de duende. 

Te quedas con esa presión en el pecho y esa náusea que te recuerda que hay cosas que tienes vetadas, que por más que desees algo no lo conseguirás porque las mil veces anteriores te lo han demostrado y ésta ha sido la guinda.

Ojalá estuvieras hecho de material indoloro, insípido, impemeable, piensas. Ojalá no te ilusionaras con facilidad y supieras que después de esto no caerás de nuevo en lo mismo. 

Lo que más te duele es que sabes que volverás a subir la montaña, bajar al infierno y recorrer el sendero pantanoso. Porque siempre has notado que en el aire que respiras hay un poco más de oxígeno que en el de los demás y eso hace que siempre tengas ganas de intentarlo. Que en algunos momentos creas que puedes volar y levantar un palmo del suelo. Que no te conformes, que no te apagues, que no te extingas sin emoción y te conviertas en una figura de plomo que no siente ni piensa. Eres adicto a tus ilusiones, no sabes vivir sin retos, sin metas inalcanzables. Llevas mil años diciéndote a ti mismo que nada es imposible y estás absolutamente convenido de que es cierto. Nada es imposible. Lo que pasa es que no todo sucede como queremos. No todo se consigue porque hay cosas no dependen de nuestro empeño. Aunque, hay que intentarlas siempre, hasta el final porque siempre hay recompensa. A veces, no es como querías, es mejor…

Hay que seguir intentándolo. Esta es la parte dura, la parte “chunga” de ser entusiasta, seguir. Buscar otra manera o darse cuenta de que en ocasiones hay que dejar reposar a los sueños cinco minutos. Recalcular la ruta y descubrir si no hay que dejar de subir montañas pero que mientras lo haces tienes que ajustar los pies y no perderte el paisaje. En el paisaje hay respuestas, algunas parecen ocultas y otras están ante nuestra cara de pez. Muchas veces, estamos corriendo para llegar a la meta porque pensamos que nuestro sueño está allí y en realidad está caminando a nuestro lado. Tal vez nos debamos replantear si nuestros sueños merecen que bajemos al infierno y nos pringuemos en el lodo… También hay que saber observar y encontrar el momento. Hay que cambiar la forma en que enfocamos la vida. A menudo, intentamos mil veces conseguir algo de la misma forma. Maduramos, claro, pero también acabamos hartos de repetir rituales. En el fondo, repetimos esos rituales y rutas como excusa, como coartada para decir que lo intentamos, cuando en realidad sabemos que para conseguir lo que queremos tenemos que cambiar la estrategia y arriesgar más. Como el que se pasa la vida estudiando la forma en que debe hacer algo y acaba sus días siendo un sabio de biblioteca que no toca la vida real. Sus libros, necesarios durante un tiempo, se convierten en el parapeto, la cáscara en la que refugiarse, la coartada para decir que hace algo para conseguir lo que quiere y así poder mirarse a la cara… Aunque sabe que para conseguirlo debe ensuciarse y pisar el mundo. O tal vez esperar el momento o decir a la cara lo que quiere sin dilatar más en el tiempo la angustia. Incluso, cuando cambiamos, buscamos tramos del camino cómodos en los que aposentarnos y respirar. Estrategias llevaderas que bordean la linia sin cruzarla para sentirlos satisfechos con nuestra necesidad de movernos pero que no nos conducen a lo que deseamos. Nos dejan en un limbo sostenible en el tiempo, un tramo de la escalera que nos hace pensar que ascendemos pero que no nos deja subir. Miramos abajo y nos mostramos satisfechos de los peldaños subidos y evitamos mirar arriba con la excusa de que hemos hecho mucho. Si nuestra espera no es activa, no es espera, es miedo, es retirada. Si cuando paramos no es para redefinir estrategia, renovar fuerzas o calcular daños para volver cuando sea necesario, estamos escondiéndonos de nosotros mismos. Algunos sueños asustan más que algunas realidades oscuras pero llevaderas, conocidas. Uno se acostumbra a sus monstruos y teme cambiarlos por otros por si son más feroces. A los habituales les ha pillado la rutina e incluso les ha tomado cariño. A veces el dolor calculado y conocido nos genera apego. Bajamos el listón cada día un poco y fingimos que no notamos que ya no somos nosotros. Nos ajustamos a vivir en un espacio más pequeño, en un aire más enrarecido… Adaptarse es vital pero no a todo, no a lo que vulnera tu ser. No a la que te supone renunciar a ti mismo…

En muchas ocasiones, repetimos una y otra vez nuestras estrategias como idénticos resultados porque nos asusta romper con todo, nos asusta hacer aquello que estamos pensando siempre que haríamos. Como si ser felices dependiera de apretar un botón y nos mantuviéramos siempre a un palmo de él. En una especie de felicidad calculada, siendo semi-felices. A punto de tocarlo pero sin llegar nunca a tenerlo. Con la máscara de alegría puesta ante los demás por el hecho de estar a unos centímetros del botón, con la mejor justificación para no movernos. En un estado de vigilia insoportable, pensando cada día que no puedes más porque no puedes tolerar tener tan cerca tu sueño y no tocarlo, pero sin ser capaz de hacerlo. La semi-felicidad es un estado casi hipnótico, te invade y te deja completamente insatisfecho sin que seas capaz de rebelarte ante ti y salir de ti mismo.

Piensas “lo tengo casi todo, no puedo quejarme, he hecho un largo camino hasta aquí, el mundo lo reconoce, estoy cambiado…” Y pesar de todo, sufres. En realidad tu ansiedad se debe a que no vives para el mundo, vives para ti… Y lo que es bueno o mal, fácil o difícil, lo que está lleno o vacío lo decides tú. Si todo el mundo pensara que eres un ganador y tú te sintieras un fracasado ¿qué pesaría más en tu conciencia? Si todos los que te rodean creyeran que eres un fracasado y tú por tu esfuerzo te creyeras un ganador ¿Qué serías?

Lo que cuenta es lo que creemos nosotros. Somos nosotros quiénes sabemos por qué no apretamos el botón. Si nos compensa pasar la vida en el limbo confortable de esa antesala a la felicidad o si nos vence la ansiedad de rozar nuestro deseo y no intentar hasta el final conseguirlo. Los sueños tienen un campo de gravedad que nos atrae hacia ellos, están imantados, son adictivos. Si no los cogemos nosotros, se los lleva otro más rápido, más ágil, con más ganas. No podremos reprocharle nada por estar más atento. A veces somos nosotros mismos que nos alejamos de nuestro sueño.

Urge descubrirlo. Urge saber qué pasaría si… Sobre todo, por si cuando apretamos el botón, lo que conseguimos no es como esperábamos y tenemos que empezar a subir otra escalera. La vida no espera. La felicidad se caza al vuelo. Los ladrones de sueños no duermen.