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A veces, hay que hacer un poco el ridículo. Más que útil, es necesario. Te da una perspectiva distinta de la vida y de todo lo que te rodea. Al principio, te hace sentir minúsculo y vulnerable, pero es sólo algo momentáneo. Las personas que han sabido hacer el ridículo, aquellas que han soportado durante días y días las miradas de otros y sus cuchicheos, jamás vuelven a su tamaño normal. Cambian, se expanden, se convierten en gigantes aunque contengan toda su nueva enormidad en un cuerpo pequeño. Aunque no se note a simple vista, son grandes…

Se sienten más elásticos, más resistentes, como si fueran de un material irrompible, maleable e imposible de corromper con palabras absurdas e ideas estúpidas. Los que han hecho el ridículo y no se avergüenzan de ello llevan dentro de sí el antídoto contra la memez ajena, son impermeables a la necesidad de ser aceptados por otros y correr el riesgo de vivir según sus reglas.

Los que han hecho el ridículo y han sobrevivido brillan. Tienen algo especial. Desprenden una especie de entusiasmo que puede contagiarse. Se les nota en la forma de mirar, porque clavan sus ojos en ti y te impactan. No te miran como si fueran mejores ni peores, te miran con esperanza.Te contemplan sin resistirse, sin esperar que asientas con la cabeza, sin buscar nada que no desees mostrar.

Los que han hecho el ridículo y son capaces de recordarlo sin sentir náuseas son más flexibles, menos rígidos… Dan pasos más certeros aunque no sepan a dónde van. Son capaces de sentir sin ocultar, de vivir sin pedir permiso, de decir “te quiero” sin esperar respuesta ni caricia.

Los que han hecho el ridículo y caminan con la cabeza alta vuelven cuando tú vas pero te observan sin juzgar. No necesitan que sepas que superaron la prueba, que vencieron las miradas malintencionadas y que ahora se respetan más.

Ya nunca señalan a otros con el dedo ni se esconden antes de cruzar la esquina porque les da igual con qué caras se van a encontrar. Ya no pisan ilusiones ni fabrican monstruos para excusarse en ellos y quedarse sentados a esperar para no tener que mojarse y vivir. Cuando más miedo tienen, más avanzan. Cuantas más caras les censuran, más sonríen. Cuanta más mezquindad reciben, más brillan… Cuando más difícil es, le ponen más ganas. 

Los que hicieron el ridículo y no se arrepienten, a veces parece que pueden volar. Fueron capaces de vencer resistencias, seguir con su camino a pesar de las críticas, cayeron rodando ante cien mil caras… Son los que iban contracorriente, los que opinaban distinto y supieron seguir sin vender sus principios y sin claudicar. Son los que gritaron “te quiero” cuando sabían que no les querían, los que supieron perder y aguantaron hasta el final a pesar de los abucheos.

Están blindados ante todas nuestras groserías y bromas absurdas, nuestras pupilas insidiosas y nuestras ganas de hacerles temblar. No les venceremos porque no luchan contra nosotros. No les someteremos porque no se dejan avasallar. Ya no volverán a caminar por el camino que trazamos ni a pedir perdón por equivocarse.

A veces, hay que hacer un poco el ridículo y caer. Confiar aunque te traicionen, creer aunque te fallen, amar sin recibir respuesta. Aguantar el chaparrón y esperar a que amaine. Sujetar aunque sepas que tus manos no lo suportarán, correr aunque la meta esté demasiado lejos, salir a escena y resistir las carcajadas… Los que hicieron el ridículo y se sienten libres para contarlo lo saben. Tal vez, los ridículos seamos nosotros, bajando la cabeza, sin arriesgar nada para evitar miradas incómodas y pidiendo permiso para vivir.