Clockworks

Hay momentos en los que parece que no pasa nada. Casi no estás. Nada te toca, nada te sorprende, nada te conmueve. Vives en una vigilia constante esperando un buen momento, un día en el que tomes energía y te veas capaz de vivir con los cinco sentidos. Notas que los días pasan como si un túnel se los tragara, como si fueran señales de tráfico que te ordenan que moderes tu velocidad y no pudieras poner el freno. Te mueves por inercia, como si dentro de ti la máquina estuviera tan acelerada que si te detuvieras pudiera explotar.

Acumulas pensamientos y dilemas que vas dejando en un baúl gigante, se van agolpando unos tras otros pendientes de decisión. Cuando tienes cinco minutos, sacas uno al azar y, si no te gusta o te supone mucho dolor tenerlo en cuenta, lo guardas de nuevo como si fuera un caramelo.

Y un día, te das cuenta de que han pasado cien días, doscientos… Y siguen ahí mirándote el cogote cuando te sientas a intentar calmar el tren que llevas dentro y que no para ya en demasiadas estaciones. ¡Hay tantos ya! Hay cosas que debiste decir y no tuviste valor, disculpas, reproches enquistados, palabras a medias, sentimientos retraídos que se te quedan en la garganta y no te dejan a veces ni hablar ni respirar. Hay quejidos sordos, hay lamentos pendientes. Hay sensaciones que esperas tener algún día si es domingo, hace sol y tienes valor de tomar el camino o hacer esa llamada de teléfono mil veces postergada. Hay locuras guardadas haciendo cola como nadadores que esperan para lanzarse en un trampolín. Hay besos por dar, viajes, un par de zapatos de tacón alto atrevidos y arriesgados que se quedaron en un escaparate porque no te decidías… Lugares a los que no has ido más que con la imaginación, abrazos que sólo has dado de memoria. Todo por decidir y por hacer.

Hay momentos en los que no pasa nada. No hay magia. No distingues un día de otro más que por alguna ráfaga de viento o o alguna portada de periódico. Caminas y no ves nada. Pasas por una especie de trance que te aisla de todo, te hace impermeable a lo que te rodea. No estás bien, pero tampoco estás mal. No sueñas, pero no sufres. Estás a años luz de cualquier arañazo. No te salpican las historias tristes ni te emocionan las historias felices. Sabes que es de noche porque cierras los ojos y que es de día porque vas en autobús. De vez en cuando, topas con alguna cara que busca tu complicidad y eludes sus miradas, las lanzas al baúl y sigues tu camino. Para que llegue un día en el que ya decidirás si respondes, si accedes a contestar, si te dejas convencer, si quieres acercarte y arriesgar.

Y un año más tarde, tu baúl está aún más lleno y algunas de las cosas pendientes que había en él empiezan a desaparecer, se desvanecen. Algunas oportunidades han pasado y se han perdido para siempre. Ya no tendrás que pedir disculpas porque a quién debías pedírselas ya no está. Ya no puedes reprochar nada porque ni recuerdas qué era. Ya no tiene sentido decir “te quiero” porque ya no sabes qué sientes y aquel amor se esfumó y cambió de ciudad. El bar donde tomábais café ha cerrado… Aquellos zapatos ya no están en el escaparate y las conversaciones pendientes han caducado.

Te quedan aún un par de viajes, dos locuras por definir, una cita pendiente a colocar en tu agenda y un mensaje por contestar. Y ya no puedes esperar a un domingo soleado para tomar ese camino o hacer esa llamada porque amenaza lluvia.

Los días pasan, las señales se suceden una tras otra. La locomotora que guardas en el pecho no para, el impermeable que llevas para ir por la vida se te queda corto. El paso del tiempo se dibuja en tu rostro. El café se queda frío. Donde antes había un puente, ahora hay un muro. El árbol donde una tarde escribiste tu nombre es ahora una plaza de parquing. La hiedra ya no trepa por las paredes porque han fijado vallas publicitarias… Los pensamientos pendientes se desgastan. Las decisiones que no tomas echan raíces. El mundo no para mientras tú te detienes. El tiempo le cambia la cara a tu mundo… 

Es la hora de abrir el baúl.