Todos buscamos que nos quieran. Que nos admiren. Todos queremos destacar en algo. Brillar y demostrar al mundo que podemos hacer cosas buenas para mejorarlo. Eso está bien, nos hace superarnos si somos capaces al mismo tiempo de apreciar lo que tenemos y vivir intensamente cada pequeño logro. A veces, algunos de nosotros, usamos esta maniobra para superar nuestra baja autoestima. Querernos a nosotros mismos es una asignatura que tenemos que ir trabajando durante toda nuestra existencia. Es tal vez una de las moralejas más difíciles que debemos descubrir y aprender. Encontrar el punto justo y hacerlo de forma “sana” no es fácil. Nos engañamos mucho a nosotros mismos para superar situaciones que creemos que no podemos soportar. Vemos lo que queremos ver y sentimos sin analizar nuestras emociones y aprender de ellas. A veces nos dejamos llevar por la ira y otras nos escondemos en un caparazón fabricado con falsa indiferencia y miedo. Buscamos querernos sin casi conocernos, sin hacer el esfuerzo de hurgar en nosotros mismos e ir más allá de cuatro tópicos que hemos adoptado para mostranos al mundo. Esperamos a ser otros para querernos en lugar de amarnos tal como somos y desear ser nuestra mejor versión…

Algunas personas se pasan la vida intentando dejar claro a los demás que son dioses. Su ego roza la impertinencia y la vergüenza ajena. Son el centro de su universo y esperan que los demás orbitemos a su alrededor como si también fueran el centro del nuestro. Esperan admiración ciega, adulación sin límite, vasallaje… Toda situación que tiene lugar a su alrededor tiene que ser enfocada desde su punto de vista. Lo protagonizan todo, incluso las situaciones ajenas. Cuando te acercas, si creen que eres inferior a ellos, te tratan despóticamente . Si piensan que puedes competir con ellos, aunque no lo reconozcan por miedo, usan la condescendencia y te pisan porque tenem tu brillo. Se convierten a veces en una caricatura de ellos mismos, en un esperpento…

Aunque hay otras que hacen algo que yo, humildemente, creo que es más humillante. Aspirar a buscar reconocimiento o cariño no desde la admiración sino desde la pena. Los primeros al menos tienen claro que deben ser amados por algo positivo, aunque tengan que hinchar su ego… Los segundos aspiran a la lástima y el llanto. Confunden el amor y la amistad con la compasión…

Todos hemos caído en ello alguna vez, es una tentación cómoda y fácil. El problema es cuando se cronifica. Para algunas personas sufrir es como un deporte. Se retroalimentan de desgracia. Se focalizan en ella y la hacen crecer. Se entrenan cada día para batir sus propias marcas en melodrama. Se esfuerzan por superarse en penalidades y contratiempos con los que competir con otros y arrasar. Les duele, pero la adrenalina que les llega a la venas pensando en lo trágica que es su vida, cómo van a disfrutar contándolo y la piedad que van a suscitar, les compensa. Para esas personas, el sufrimiento parece una droga. Ser víctimas les hace sentir protagonistas. Adquieren, o eso imaginan, un protagonismo que nunca obtendrían destacando por algo. Compiten el fatalidades y es imposible discutirles que tal vez haya otras personas que estén peor. Se ofenden, se retuercen y revuelven sobre ellos mismos porque no soportan que les arrebates lo único que creen que tienen, su dolor, su desgracia… A menudo buscan pelea. Quieren que les digas lo horribles que son sus vidas porque de ese modo tienen más argumentos para dar lástima, para mostrar al mundo lo cruel que es con ellos. Si intentas ayudarles, arañan. Te odian porque quieres mejorar su situación y llevarte lo única cosa por la que destacan o creen que pueden destacar.

Y luego hay personas que por falta de autoestima se pasan la vida pensando que sobran. Que molestan. Que no sirven. Van encogidos y con una sensación grande de frío en el pecho. Cuando ven a dos que susurran, creen que lo que se cuentan al oído es algo contra ellos. Cuando ven a dos que ríen, creen es de ellos porque habrán hecho el ridículo… Estas personas, sencillamente, esperan no destacar. Quieren pasar desapercibidas y confundirse con el paisaje. Que no les vean ni pregunten. No quieren exponerse, ni ser objeto de comentarios. No quieren brillar, ni seducir, ni conectar… Quieren huir y evadirse del mundo porque no esperan de él nada bueno ya que creen que no están a la altura.

Al final, todos queremos que nos quieran y pedimos a gritos que nos reconozcan. Los primeros, nosotros mismos. Todos suplicamos cariño y diseñamos una estrategia para conseguirlo. Aunque sea intentando comprar admiración, mendigando compasión o buscando un escondite donde nadie pueda vernos ni mostrarnos cómo somos, para aspirar a no molestar.

Encontrar ese punto justo entre amarnos, aspirar a más y respetar a los demás es complicado, a menudo. Pensar que mañana podemos llegar a ser mejores que hoy sin dejar de mirar lo bueno que tenemos… Mostrarnos tal como somos y pasar de risas y comentarios…. Darle la vuelta a las situaciones y lograr que los obstáculos sean nuestros puntos de apoyo para seguir… Quererse es al final un arte que hace falta practicar a diario… Un trabajo duro, aunque seguramente el más necesario e imprescindible de nuestra vida.