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Somos las palabras que usamos para definirnos. Aún más, las que usaron otros para definirnos cuando éramos niños y necesitábamos que nuestros padres nos dijeran quiénes éramos y hacia dónde teníamos que dirigirnos.

Si bien es cierto que sólo con ser optimista nada se consigue, nuestros pensamientos tienen un papel primordial en nuestra vida. Construimos nuestro día a día de pequeños instantes en los que nuestras palabras tejen nuestras acciones, nuestras emociones, y forman un hilo conductor que nos permite llegar al siguiente paso con un equipaje positivo o negativo.

Somos las palabras que usan las personas que nos rodean. Somos un poco también las personas de las que decidimos rodearnos y aquellas que no podemos evitar que formen parte de nuestra vida y que jamás elegiríamos si de nosotros dependiera. Supongo que, ya que todas nos hacen aprender, algunas están ahí para que aprendamos a sobrellevarlas y tal vez ayudarlas a mejorar y otras, vienen a poner en nuestro ánimo las ganas de ser mejores nosotros…

Somos las palabras que decidimos escuchar y las que leemos. Las que retenemos en la memoría y dejamos que pasados los años nos continuen arañando y las que recordamos con cariño porque nos hicieron emocionar. Las palabras generan emociones. Algunas agradables y otras desgradables. Tampoco se pueden desechar las segundas, tenemos también que aprender a procesar las emociones negativas, extraer lo bueno que suponen para superarnos, y lanzar a la basura lo que hace que nos corroan por dentro. 

Si nuestras palabras nos hacen daño, debemos borrarlas o encontrar la manera de superar ese dolor y seguir. Si nuestras palabras nos motivan, tengámoslas a mano para recordarlas, para activar nuestra voluntad y mantener el esfuerzo cuando sea duro y estemos cansados. Que nos sirvan del mismo modo en que un poco de luz nos ayudaba a disipar los fantasmas de debajo de la cama cuando éramos niños… Expulsemos a los fantasmas con acciones y con palabras.

Pensar que todo irá bien no hace que vaya bien, pero si nos permite poner el foco en todo lo bueno que nos espera. Nos ayuda a controlar el ánimo y gestionar nuestras emociones, hace que nuestra mente se abra a más posibilidades y sea más creativa. Hace que sepamos ver lo bueno en los demás y que reconozcamos sus aptitudes. Hace que encontremos la forma de darle la vuelta a las situaciones adversar y encontremos belleza en todas partes. 

Pensar en positivo y no actuar no sirve. No hace mucho, decía que casi mejor lamentarse un poco para expiar las penas en voz alta mientras se trabaja. Sin embargo, nuestros pensamientos y las palabras que decidimos usar para hacer nuestro catálogo personal de medidas de urgencia para superarnos marcan nuestra vida. Si creo que soy capaz, me predispongo a serlo. No dejo margen para no serlo. Elijo mirar una parte de mis aptitudes que me permiten serlo. Me siento con fuerzas para ponerme en marcha e intentarlo. Y si me pongo manos a la obra, habré sincronizado todo mi cuerpo para que así sea. Y si fallo, repetiré. Hasta que haga falta. Hasta que tenga ganas. Hasta que tal vez me dé cuenta de que a pesar de que mi objetivo era conseguir llegar a la cima de la montaña, la vida me llevaba al recodo anterior para descubrir algo que nunca hubiera visto si no me hubiese puesto a andar.

Si creo que llegaré a la cima tengo más posibilidades de conseguirlo. Si me defino a mi mismo como una persona válida, tengo más posibilidades de llegar a serlo. Si nos amamos con nuestras palabras, nos daremos cuenta de que merecemos ser amados.

Nuestras palabras pueden liberarnos. Pueden quitarnos las etiquetas que llevamos prendidas y que un día nos pusieron otros y nosotros decidimos cargar a cuestas sin rechistar. Nos las creímos y empezamos a actuar para hacerlas posibles, para satisfacer a otros, para ocupar el espacio que había reservado para nosotros…Aunque a menudo, las etiquetas nos las hemos puesto nosotros mismos y nos hemos limitado con ellas. Las tenemos tan interiorizadas que no las vemos.

Debemos conocernos. Debemos apreciar lo que somos y encontrar lo que nos hace únicos, lo que nos define. Y no temer decirlo en voz alta y sentir cada palabra de elogio que nos dedicamos. Eso no implica estar ciegos a nuestros errores, los errores son regalos. No significa pensar que lo podemos todo. Significa que no nos rendiremos sin intentarlo al máximo. Significa que tal vez hay experiencias que pensábamos tener vetadas y en realidad no lo están. Significa replanteárselo todo y no temer explorar posibilidades que pensábamos que no merecíamos. Significa pensar que merecemos lo que queremos. 

Somos también las palabras con las que calificamos a otros. Si le ponemos a otro un apodo humillante, esa persona siempre cumplirá ese propósito ante nosotros aunque no lo sepa, porque nuestra mente sólo verá esa parte negativa en él. Y no podemos olvidar que a menudo somos las faltas que encontramos en otros, lo que más nos molesta de ellos, forma parte de nuestro ADN también. Si damos desprecio, acabaremos recibiéndolo.

Si no esperas nada bueno de mí, seguramente nunca podré darte nada bueno. Primero porque aunque te lo dé no lo verás ni apreciarás. Segundo porque al ver tu gesto, ya no querré nunca esforzarme en dártelo… ¿A cuántas personas perdemos así? ¿cuántas enseñanzas se nos escapan?

No todo el mundo sube a la cima de la montaña, pero todos podemos llegar a la cima de algo. Sencillamente hay que encontrar qué es ese algo que nos hace distintos, esa chispa que brilla en nosotros y que seguramente puede ser muy útil a los demás.

Hay muchas cimas. Algunas están a medio camino de algo y otras al final de un sendero pantanoso. Algunas están a nuestro lado siempre y no las hemos visto porque las desdeñamos pensando que eran poco importantes o que no éramos dignos de ellas. A veces, se hace camino para darse cuenta de que se debe regresar al punto de partida.

Y en todos los caminos, nos acompañan las palabras. Esas palabras engendran pensamientos que nos guían. Que nos calman cuando nos duele el cuerpo por el esfuerzo u otros pensamientos amargos aparecen con la fatiga. Las palabras que nos susurramos cuando estamos cansados y dudamos de seguir y que forman poco a poco una actitud ante la vida. Todos tenemos las nuestras y vale la pena escogerlas bien y tenerlas presentes.

Recuerdo que una vez dos personas me hablaban de un gran deportista que tiene en su haber muchos títulos internacionales. Uno de ellos me decía que, a pesar de su adecuado físico para el deporte que practicaba, en ese aspecto sus competidores no tenían nada que envidiarle. La otra persona dijo que lo que realmente le convertía en líder de la clasificación no era su físico sino su mente. Aquel deportista se dejaba la piel en los entrenamientos, eso le hacía muy bueno, pero además se mentalizaba cada día para dar lo máximo. Ponía su actitud al servicio de su talento y trabajaba sin parar cuerpo y mente. Se concentraba para no rendirse cuando la situación era adversa y, de hecho, había remontado partidos porque no se dejaba abrumar ni vencer por un marcador negativo. No solamente entrenaba su cuerpo sino también su mente. Sus pensamientos y las palabras de aliento que usaba cuando todos ya aplaudían al adversario por tocar la victoria y él sabía que, a pesar de todo, podía ganar.

Los grandes líderes hacen eso en realidad. Encuentran las palabras exactas para motivar a su equipo. Saben buscar las palabras adecuadas que cada uno necesita para activar en ellos ese interruptor que todos tenemos para ponernos en marcha. Hacen que los que dependen de ellos se sientan impotantes en el equipo, se sientan reconocidos en sus méritos, se sientan necesarios y sepan que cada uno aporta algo distinto e indispensable al trabajo común. Los grandes líderes ayudan a gestionar las emociones colectivas y generan un estado de ánimo propicio para el triunfo. Ayudan a crear un «todo» con distintas partes. A partir de ahí, todos los integrantes del equipo tienen el gran trabajo individual de mantener el esfuerzo y el entusiasmo. 

Somos un todo. Somos las palabras que usamos. Escojamos bien porque los pequeños detalles marcan nuestro camino.