Siempre he pensado que las grandes batallas se libran en nuestra mente. Cuando perdemos contra nosotros mismos, nuestra cabeza decide encogernos y recortar nuestras expectativas. Nos recalcula un camino para llegar a otra meta más cercana y nos rebaja el nivel de entusiasmo para poder soportar el cambio de escenario en nuestra vida. Hay pocas palabras tan terribles como la palabra resignación. Seguramente, las hay mucho peores pero como concepto, resignarse, es una especie de recorte autoinfligido a tu capacidad, tu ilusión y tu deseo… Es como si nos pusiéramos ante el espejo y fuéramos capaces de decirnos «tú, no» como si no contáramos con nosotros para vivir nuestra propia vida, como si no fuéramos nada… Muchos días de nuestra vida nos negamos a nosotros y a todo lo bueno que tenemos sin casi darnos cuenta. Cuesta verlo y admitirlo pero es así, podemos llegar a ser nuestros grandes enemigos porque, al contrario de los que están a nuestro alrededor, nosotros tenemos todo el poder sobre lo que pensamos y sentimos, sobre lo que imaginamos y deseamos.

A menudo, en lugar de aspirar a lo mejor, nos conformamos con lo menos malo. Imaginamos todos los posibles escenarios que pueden plantearse ante nosotros y entre el que nos parece que sería nefasto y el que más se ajusta a nuestros sueños, escogemos el término medio… Lo hacemos para no abusar de la suerte, no forzar la máquina, no ser avariciosos con nuestros deseos. Lo hacemos así porque no nos imaginamos cumpliendo nuestro sueño o, en el fondo, pensamos que no somos lo suficientemente buenos para él. Ponemos la tirita antes de la herida y, a menudo, creo yo, acabamos propiciándolo todo para que esa herida exista.

Nuestros pensamientos se vuelven sombríos, nuestra mente se achica y decide bajar el listón y cerrar puertas. Todo se vuelve opaco y más triste, más asequible y cómodo pero menos motivador. Si tenemos pensamientos mediocres, nos convertimos en personas mediocres y todo nuestro cuerpo se pone a trabajar para abundar en esa mediocridad…

El resultado somos nosotros. Una versión de bolsillo de nosotros mismos. Un muñequito maleable al que decirle lo que quiere y lo que no y que siempre calla y asiente. Lo más curioso, es que lo hacemos presuntamente “por nuestro bien” para no sufrir si no conseguimos lo que deseamos. Y nos condenamos a una vida anodina y predecible donde, al final, incluso cambiar de recorrido para ir al trabajo acaba considerándose una tragedia insoportable. La rutina nos devora  las ganas y nos borra los estímulos.

Una vez hemos decidido que no somos lo suficientemente buenos para soñar en algo concreto porque es demasiado maravilloso para nosotros, empieza la segunda fase.

No la percibimos al principio, pero es letal. La llevamos a cabo nosotros, pero no somos conscientes de ello. Consiste en empequeñecer. Nuestro cuerpo cumplirá escrupulosamente las órdenes que le dé nuestro cerebro. Si nos sentimos pequeños, nos haremos pequeños. Si nos sentimos mal, nos dejará indefensos.

Puesto que creemos que nuestros sueños nos van grandes, buscamos sueños más pequeños… Y en esta espiral de autojibarización en la que hemos entrado, vamos bajando el listón para tener cada vez menos sobresaltos. Nos acostumbramos a ser poco y pedir poco, hasta quedarnos en un rincón de nuestra vida esperando ser barridos. Puesto que pensamos que no nos merecemos conseguir nuestro reto, entramos en una círculo vicioso de descrédito que nos lleva a pensar que poca cosa nos merecemos. Y entonces, nos encogemos. Sobramos y notamos que sobramos porque nos sobramos a nosotros mismos…

Sonreímos menos y escondemos la cara. Andamos lentos y cabizbajos. Encogemos los hombros y sin darnos cuenta, somos un punto negro en un infinito de puntos negros… Nos lamentamos, nos quejamos sin parar por este destino cruel que hemos decidido vivir y por estar encerrados en una cárcel que nosotros mismos hemos fabricado. Y no paramos, incluso cuando ante nosotros hay personas que tienen más razones que nosotros para rendirse y, sin embargo, luchan y viven intensamente.

Nos encogemos tanto por dentro como por fuera. Menguamos de forma progresiva e  imparable porque nuestras ilusiones menguan.

A veces es por una palabra poco agradable en boca de alguien a quién amamos… Otras veces es incluso por esa misma palabra en boca de alguien a quién casi no conocemos. En ocasiones,  es ese automatismo que nos hemos creado nosotros mismos y que repetimos sin casi percibirlo al más leve contratiempo. Encadenamos uno tras otro sin parar.

Les damos a otros todo el poder de decidir sobre nuestras vidas. Se lo damos porque eludimos la responsabilidad de levantar la cabeza y en lugar de recortarnos, decidir crecer y expandirnos. Preferimos complacerles y bajar a nuestro infierno  habitual a plantarles cara y llevarles la contraria.

El otro día alguien me decía que a veces nos acostumbramos a vivir en una especie de estercolero y no podemos ni queremos salir de él.

Yo siempre he pensado que cuando estamos mal, cuando nos sentimos pequeños, acudimos mentalmente a nuestro vertedero particular.

Es un estado de ánimo, un lugar oscuro de la memoria que se activa cuando la autoestima baja.

Allí guardamos todos los malos momentos, los desatinos mal archivados como fracaso y no como aprendizaje, los reproches que nos hemos hecho a nosotros mismos toda la vida.

Allí guardamos el sentimiento de rechazo por ese amor que no nos quiso, la emoción fallida de intentar ganar una carrera y abandonar, todas la veces que cuando éramos niños quedamos en evidencia y todos se reían de nosotros…Está esa profesora déspota que nos castigó una tarde y que gritaba tanto que nos perforaba los tímpanos y que nada más llegar nos mira con cara perversa y ganas de castigo… La punzada en el corazón cuando no conseguimos el premio o el ataque de asco ante la carta de despido que recibimos. Están ahí esperando para ser revividos y no aprendidos. Para clavárnoslos en el pecho una y otra vez en lugar de repasarlos, sacarles la moraleja y luego olvidar esa punzada… En el vertedero están todos nuestros miedos, los vividos y los que podríamos llegar a vivir y los que nos hemos inventado… Nuestros fantasmas vagan por él arrastrando las cadenas que les podríamos dejar ceñirnos si os descuidamos…

Todo junto y revuelto en forma de culpa, de carga pesada, de aire irrespirable y enrarecido…

Nuestro vertedero es un lugar cuyo vapor se filtra por nuestros poros en pocos minutos y llega a nuestros sentidos. Es un recinto corrupto. Estar demasiado tiempo en ese estado de ánimo te corta las alas y te entumece las ganas. Todo se desdibuja en él, todo pierde fuerza y magia.

Es muy difícil huir de su perímetro y, sin embargo, se regresa a él muy rápido.

Basta un momento de ira descontrolada, de rabia acumulada, de rencor… Un momento de envidia, de avaricia… Un momento de pensar que no merece la pena, que yo no valgo nada o que algo está vetado para mí… La cabeza nos traslada directamente al vertedero. Es un viaje en el tiempo a nuestras miserias… El mecanismo para llegar es tan rápido… Y con solo unos minutos, ya notas que te encoges, que menguas… Mengua tu cuerpo porque se cansa y entumece, porque escondes tu rostro, porque bajas la cabeza. Mengua tu ánimo porque mires donde mires ves desolación, porque te sientes inútil y te sientes culpable. La culpabilidad encoge a las personas hasta convertirlas en seres diminutos.

Aunque, la verdad es que ir y volver de nuestro vertedero particular y recurrente donde metemos nuestras miserias es decisión propia. El proceso es reversible. Basta con ser consciente de ello y actuar. No somos culpables, seamos responsables. Y la parte positiva de esto es que ya que conocemos el camino de ida al vertedero, podemos encontrar en de vuelta. Cuanto más tardamos, más difícil es encontrarlo y más intensidad hay que poner en el empeño. El camino de regreso a tu yo real se va cubriendo de lodo y se desdibuja… Por eso, mejor no dejarse llevar hacia ese lugar ni pensar que es tu sitio ni por un momento… Mejor alzar la vista y apretar a correr. Saber qué hay allí para conocer lo que nos asusta y afrontarlo,  sacar lo mejor que podamos de ese vertedero, arrancarle recuerdos y darles la vuelta, encontrar ese reverso positivo que tiene todo… Y sobre todo, no entretenerse en él demasiado para no pringarse y perder el sentido de lo que es bueno y lo que no, de lo que nos hace bien o nos hace daño… Para no llegar a creer que nos merecemos sufrir. Porque, al final, somos lo que decidimos ser y acabamos consiguiendo lo que creemos que nos merecemos…

Y nada más salir de ese lugar oscuro y triste, imaginar que somos grandes… Ser grandes… Aumentar de tamaño hasta salir de nosotros mismos y descubrir que no tenemos límites. Y para cuando se pueda, substituir el vertedero por nuestro cielo particular. Un lugar donde acudir con el pensamiento cuando nos sintamos absurdos, un lugar donde hay calma, donde todo nos recuerda que podemos seguir avanzando pase lo que pase, donde atesoramos nuestros buenos momentos, acumulamos risas y del que cada vez que salimos, descubrimos que somos gigantes y no nos asusta mostrarnos tal y como somos…

Nos merecemos lo mejor. Somos tan maravillosos como deseemos serlo. Somos el dibujo que hacemos  de nosotros en nuestra mente. No importa todo el dolor que sentimos ayer, ni todos los errores que cometimos, cada día podemos dibujarnos de nuevo. Hagámoslo sin límites…

A Daniel Sánchez Reina por una interesante conversación…