amanecer

Dice  el gran gurú del optimismo, Emilio Duró, que la mejor forma de vencer el miedo es recordar que vas a morir. Una versión cruda y sin adornos de aquello que nos han dicho siempre de “todo es relativo”. Una frase contundente que ayuda a darse cuenta de que lo que hoy nos parece un drama se queda pequeño ante la posibilidad de que nosotros o las personas a las que queremos abandonen la vida. La verdad es que caducamos, que nos agotamos, que disponemos de una cantidad determinada de horas que pasan y que, a menudo, lo olvidamos. Nos gusta vivirlo como una amenaza de la que huimos y no como una oportunidad de recordar que debemos apurar cada instante y notar cada experiencia como algo único y tal vez irrepetible.

Saber que moriremos hace que asumir pequeños riesgos parezca necesario, básico, asequible incluso… Que no atreverse a ser como deseas parezca locura e irresponsabilidad. Justo todo lo contrario para lo que nos han educado siempre en una sociedad que pretende mantenernos ordenados y cautivos de nuestros miedos. Que no quiere que pensemos por si decidimos cambiarla… Que da de comer a nuestros fantasmas para que engorden y así tenernos asustados, amordazarnos y atarnos a una vida que no nos satisface. Que nos distrae contando calorías para que no contemos las horas perdidas sin ser nosotros mismos y escoger nuestra propia vida…

Y decimos que sí porque nos asusta imaginar que decidimos ver más allá de lo que nos comprime y caminar por la cuerda floja.

Es un sistema que prefiere tener soldados a tener mediadores o filósofos, alumnos rezagados a maestros humildes y sabios, burócratas grises a exploradores hambrientos… Que prefiere jefes a líderes, pesimistas a soñadores…Un mundo fabricado más para consumir que para vivir, para malgastar, para amontonar lamentos y quejas en lugar de atesorar risas y pequeñas locuras que nos mantengan vivos.

Aunque estamos hechos para buscar la felicidad y recorrer la vida. Aunque, a pesar de los momentos duros, algo en nosotros nos ayuda a encontrar la forma de pensar que algo bueno está por llegar. Hemos nacido para desear ser mejores cada día y, cuando nos lo negamos, nos sentimos incompletos y amargados.

Quién sueña siempre tiene algo a lo que agarrarse. Un motivo para seguir y ser capaz de darle a vuelta a su vida. Cuántas veces no hacemos algo por nosotros pero nunca se lo negaríamos a nuestros hijos… Porque ellos son lo mejor de nosotros, un parte de nuestro ser que consideramos que merece más y por la que lo daríamos todo.

Y sin embargo, andamos tan cansados de llevar la carga de no atrevernos a crecer como soñamos que no les ofrecemos, en muchas ocasiones, nuestra mejor versión…   Ni a ellos ni a nosotros mismos.

Nos despertamos por la mañana con prisas, discutimos, chillamos, nos enfadamos por una tostada a medias o por un cuarto desordenado… Nuestra forma de vivir sin encontrar lo que nos llena hace acabemos diciendo a gritos lo que podríamos decir a besos, a susurros… Porque llevamos dentro tanta ira, tanta rabia, tanta ansiedad que necesitamos liberarlas… Aunque si tenemos presente, sin angustia y sin dolor, que tenemos un número finito de mañanas, de tostadas y de habitaciones desordenadas, la forma de abordar el problema cambia.

De repente, todo adquiere un color distinto, sobre todo cuando no tenemos ni idea cuánto tiempo vamos a vivir…

Maldecir la lluvia no tiene sentido si sabes que tal vez es la última lluvia que notas sobre tu pelo y tu cara…

Es curioso como la sensación de ser finito te da fuerza, te concede casi poderes para poder hacer algunas cosas que crees que te están vetadas. Una sensación poderosa que, vaya paradoja, te hace sentir ilimitado, infinito, enorme… Te reviste de un halo de coraje y te das cuenta de que vas a poder enfrentarte a todo e intentar alcanzar lo que antes creías que se te escapaba.

Eso nos pasa porque normalmente transitamos por la vida sin notarla. Sin percibir todo su potencial. Nos arrastramos y la arrastramos sin darnos cuenta de su precioso valor. Preferimos perderla a cachos mientras nos negamos lo que nos conmueve y nos hace felices a enfrentarnos a nuestras batallas pendientes.  Cuando acumulamos muchas de ellas, la carga que llevamos es tan pesada que nos es imposible alzar la vista y contemplar lo que hay más allá del muro que construimos cada día.

Y la verdad es que tenemos un número finito y limitado de amaneceres, de noches, de sueños, de besos, de caricias, de palabras… Un baúl que se acaba de tardes de tormenta, de vestidos blancos, de bailes y puestas de sol, de patos de goma en la bañera, de cafés y de charlas, de libros, de errores necesarios… Se nos acaban rápido las primeras veces y los paseos junto a la playa… Las carreras apresuradas para no perder el tren… El rato perdido en el tren parece un mundo de posibilidades por descubrir cuando sabes que se termina…

El monstruo más terrible se hace pequeño, si sabes que es el último obstáculo que te separa de tu sueño cuando el tiempo que tienes para conseguirlo se consume.

Es justo cuando nos damos cuenta de que somos finitos que luchamos por lo que queremos y eso nos hace inabarcables, enormes, eternos.

Nuestras pasiones nos definen. Nuestros retos nos hacen aumentar de tamaño. Nuestras dudas nos hacen elásticos. Nuestras debilidades nos hacen fuertes… Nuestros miedos nos dibujan oportunidades…

No hay nada que nos asuste que no nos ayude a crecer… Vencer nuestros miedos, aunque sea con el cruel y sabio truco de recordar que vamos a morir, nos hace trascender, perdurar, nos ayuda a vivir intensamente.

¡Qué lástima tener que recurrir a trucos para engancharnos a la vida que merecemos!