Buscando silencio
Me voy a quedar callada. No diré nada. Me coseré el alma a los zapatos para que me siga adónde vaya, para no tener que arrastrarla ahora que está cansada y marchita. Que busca lecho cómodo y está dolida. Ahora que necesita mano suave y caricia. Seguiré andando, a veces por inercia y otras porque estoy convencida de que todo tiene sentido y de que mis intuiciones no fallan, que la final de este sendero abrupto hay una luz enorme y un mar salado donde podré flotar sin casi ganas. Donde volveré a sentir plenamente lo que hoy detengo, lo que escondo en un reducto de mi pequeño espacio vital para que duerma. Amaré el silencio, me cubriré con él y será mi consuelo.
Voy a ser buena, casi. Voy a domar la fiera, a dejarla dormida, que no muerta, para que pueda callar esa parte en mí que siempre busca por qués y guerrea sueños. Para poder soportar permanecer en estado de suspenso, de espera… Para apaciguar mi son guerrero y poder escuchar lo que me rodea, sin perder detalle de olores y colores, sin dejar de contemplar pupilas y olisquear palabras. Absorta pero atenta.
Mi corazón quedará en suspenso, a latido vago, mínimo… Quedará aislado, para poder darle descanso. Para que se quiera solo, que se busque abrigo… Que se escuche el lamento y acompase cada movimiento con el resto del mundo. Para que note que se quiere y se ría. Para que el dolor que siente se diluya poco a poco. Para curar y expiar veneno, ira y llanto.
Voy a dejar mi deseo en barbecho para que mitigue desesperaciones y ansias. Para que frene pequeñas codicias y celosos miedos… Para que sosiegue y calme, para que se escarche hasta que pueda volver con la fiebre necesaria y el aliento desbocado. Hasta que sea cuerpo y arda de nuevo.
Y tendré la mente serena. Cesará la noria de mi cabeza loca y abocada al doble pensamiento, víctima voluntaria de ilusiones imparables y obsesiones persistentes. Hecha al sueño fácil, a la incertidumbre sostenida… Parará el devenir de historias y lágrimas, sobrarán las risas y se sumirá en un letargo plácido, en ausencia de vientos cálidos y besos sabrosos.
Y seguiré el camino. Con los ojos despiertos, anotando sueños y almacenando preguntas. Dejando pendiente lo superfluo para buscar lo básico, ahorrando energía, sacando temores al sol para secar… En calma, con el pecho borrado de punzadas y grietas. Depurando límites y complejos absurdos. Para que vuelva a estar virgen y escriba de nuevo historias alegres, con moralejas que suelten la carcajada. Para que mire atrás sólo para sentirse satisfecho del recorrido, de las lecciones, de haber sanado huesos y cerrado heridas. Para dejar que suceda lo que deba suceder. Sin impedir. Con el alma abierta y sin muros… Para poder oír esa voz que me incline a dónde sé que debo desplazarme… Para cambiar el trayecto y variar meta, para alterar el orden de los factores y modificar el destino. Buscaré palabras de sosiego, pero no las diré en voz alta. Voy a guardármelas, me servirán para contener angustia y harán de presa a mis desvelos.
Me lo debo. Porque nada cambiará si no me oigo, si no me busco. Nada cambiará si yo no cambio.
Y el silencio será un bálsamo.
Hablemos de respeto
Hablemos de paciencia. Tenemos muy poca. La distancia entre lo que nos llega por el rabillo del ojo y nos parece ofensa y el espumarajo que nos sale por la boca es corta, cortísima. Y eso nos escurre como a un trapo sucio, nos resta brillo… nos hace bestias. Y somos personas y eso debería bastar para darnos el beneficio de la duda… para hacer un parón en seco y recordar que somos algo más que víscera y carne.
A veces para aparentar nos convertimos en alfombras y en otras ocasiones somos incapaces de dar un poco de aliento al compañero y comprender sus razones. Vivimos en situación de beligerancia permanente. Algunos esperan las equivocaciones ajenas para asaltar cuellos y traspasar lindes, para romper las barreras de la cordura… para abanderarse como criaturas perfectas. Nadie es pefecto. Y nuestras ideas no son dogmas. Nadie está obligado a abrazarlas y tragárselas. Nadie tiene que callarse las propias por temor a nuestras palabras, nuestras miradas… nuestras miserias. No somos dioses. Somos vulnerables y cuestionables y nuestra ideología también lo es.
Hablemos de miedo. Hemos subido mucho el tono. Hay ganas de mordisco, de clavar canino… se nota. Y da pena, mucha. Los gritos no nos dan más verdad que la que está dispuesto a aceptar quien nos escucha. Los gestos violentos y ofensivos no nos hacen más fuertes ni mejores; nos restan sustancia, credibilidad… nos quitan un poco eso que hace que las palabras fluyan… ¿Nos asusta ponernos a prueba a nosotros y a nuestras ideas?… ¿no nos fiamos de nuestros credos?
Hay mucha pugna en cada «buenos días» y mucho vinagre en algunas pupilas. La presión nos va a hacer saltar las memorias y los botones que nos abrochan la cordura, el ánimo, el atino… nos va dejar desnudos y desvalidos. Nos va a recordar de golpe que tenemos ídolos de arena a los que rendimos culto más allá de lo necesario. Y no hay mayor duelo que no escucharse, que no purgar miedos y no ser capaz de pensar que hay otras verdades posibles… sencillamente porque hay otras personas y sus emociones cuentan.
Hablemos de valor. Seamos capaces de callar y que no nos salga la bilis por las orejas. Capaces de no transpirar sulfuro, no almacenar viento a la espera de que nos toque turno de abrir la boca. Escuchemos más allá de los oidos. Trasladémonos a otras realidades… recordemos que nuestro tiempo es finito pero nuestra capacidad de comprender inmensa.
Hablemos de respeto. Es un ejercicio complicado, pero el reto merece la pena.