Encerrar al ego en el armario

Cuántas veces nos hemos sentido tan pisados que cuando decidimos que ya no vamos a permitir que jueguen más con nosotros, experimentamos el efecto contrario y nos convertimos en aquello que detestamos. Con todos los ultrajes acumulados en nuestra osamenta, centenares de recuerdos agolpados en nuestras cabezas y millones de palabras llenas de ira esperando salir por nuestros labios… Cuando un día nos levantamos con la fuerza suficiente, la rabia nos vence. Asumimos el papel de depredador porque estamos hartos de ser la víctima.  Ocupamos el papel de tirano, somos el verdugo, el acusica, el que critica, el que tira la piedra y esconde la mano. Pensamos que si mostramos poder y desfachatez nadie nos tocará. Creemos que si no mostramos miedo, no seremos presa. Cierto, somos puro instinto,  aunque debemos recordar que hay muchas maneras de sentirse bien con uno mismo sin tener que demostrar nuestra «falsa fuerza» a cada momento. No nos hace falta marcar territorio, hincar diente ni pisar como antes nos hemos sentido pisados. Por primera vez en mucho tiempo nos sentimos dignos y lo primero que hacemos es traicionar esa emoción… Somos más que eso, podemos estar por encima de ello saliendo de ese círculo vicioso corrupto, esa espiral en movimiento que nunca cesa.

Si antes éramos el cordero y ahora el lobo, algo falla. Nuestro cambio no calma el dolor, lo reubica. Nos da una ligera sensación de alivio, pero es pasajero. Fastidiar a otros nos nos hace grandes, nos empequeñece. El verdadero cambio no es ponerse la piel del lobo y atacar primero para que no te ataquen. Lo realmente difícil es ser el cordero más listo, el más feliz. El cordero que mantiene la calma y no deja que otros le involucren en sus batallas sin sentido, ni en sus guerras absurdas por dedicir quién es el más fuerte. No le hace falta, porque lo que quiere es ser un cordero sabio y no un guerrero que va de golpe en golpe sin más afán que el de demostrar algo que nadie le pide, tan sólo quizás él mismo… El cordero sabio no sigue ciegamente al rebaño pero es capaz de integrarse en él e incluso conducirlo…

Madurar no es tranformarse en un ser insensible para no sufrir. Es aprender a sobrellevar lo que sentimos, mantener el rumbo y los ideales a pesar de lo que digan, no perder las raíces y permitir que nuestras ramas crezcan hasta donde ni siquiera imaginamos. Madurar es tener la piel incluso más porosa y permeable que antes y sentir el arañazo, el sablazo, el dolor de las dentelladas de otros en nuestra carne y saber continuar, saber relativizar, saber pensar en lo que realmente importa y seguir. Darle a todo su justa medida e importancia, tener claro que somos lo que somos y lo que valemos como seres humanos. Madurar no es ser de corcho, es ser más de piel que nunca y adaptarse. Tomar las riendas de tu vida y luchar lo necesario para cambiar lo que te duele y vivir intensamente, aunque a veces el cielo se caiga a pedazos y te falte el aire.

A menudo estamos tan cansados, tan asqueados de recibir golpes y palabras lacerantes, que devolvemos la munición multiplicada por mil. El cuerpo lo pide, cierto. Es tan fácil responder… Cuesta no dejarse llevar por las ganas de una supuesta justicia, que en realidad es venganza, y genera una cadena de sucesos asqueantes que acaba salpicándonos a nosotros. Generamos  complicados mecanismos basados en intrigas que acaban volviendo a nuestra cara en forma de verdad cruda y rotunda. Incluso en ocasiones, ante personas que no son responsables de nada de lo que nos sucede. Necesitamos títeres a los que culpar, en lugar de asumir que nosotros nos dejamos, que permitimos, que casi sin saber asumimos que no éramos lo suficientemente buenos para considerarnos válidos y amarnos. Estábamos equivocados. Lo hemos sido siempre, aunque no lo percibamos.

Despertamos de nuestra era de frustración y decidimos que no volverá a pasar. Y como tenemos la autoestima poco acostumbrada a grandes retos, pillamos lo que tenemos más a mano para subir el ánimo, el ego. Ese ente facilón que ocupa su lugar, a menudo, y que se hincha hasta reventar y lo salpica todo.

Un gran ego es fruto de una autoestima mínima o de una inconsciencia máxima sobre todo lo que nos rodea. Nos lleva a pasar de creernos una mota de polvo a un océano . Y no somos ninguna de las dos cosas.

El ego pisa, la autoestima comparte, difunde, tiende de la mano. El ego corta raíces y se dedica a ir levantando muros a los que le rodean para que no lleguen a la meta, porque tiene tanto miedo de medirse con ellos que no soporta tenerlos a su lado… Y cuando lo hace es por inconsciencia.

La autoestima es valiente, el ego temerario. La autoestima te permite ayudar a otros porque no los considera rivales sino compañeros, porque les quiere en la misma carrera para aprender de ellos. No teme que demuestren en algunos aspectos ser mejores porque lo asume, porque sabe que va quererse igual y será un estímulo para crecer.

La autoestima valora el esfuerzo tanto como el resultado. El ego justifica todos los medios porque quiere la foto, la gloria, aunque sea pintada, aunque sea falsa y pertenezca a otro. La autoestima nunca plagia, ni roba, ni destruye. Crea, engendra, ama. Comparte su brillo alrededor sin escatimar. El ego se bebe lo que queda en las copas de sus invitados y les obliga a traer un vino caro para sentarse a la mesa. La autoestima monta una fiesta y nunca regatea.

El ego araña, la autoestima acaricia.

El ego manda, la autoestima lidera.

El ego es solitario, la autoestima solidaria y empática.

La autoestima busca el respeto en los demás. El ego desea infundir miedo para controlarles.

La autoestima se acepta y acepta a los que la rodean. El ego ni siquiera se mira a la cara porque no soporta sus contradicciones y usa a los demás como fichas que mover en un tablero y conseguir ganar una partida que ya tiene perdida de antemano. El ego pierde siempre porque no sabe lo que busca. La autoestima gana incluso cuando pierde porque no busca gloria. El ego es insaciable.

Una crea. Otro devora, destruye. El ego grita. La autoestima explica, susurra, canta. A veces, cuando decidimos cambiar, optamos por lo fácil. Hinchar un ego es como hinchar un globo. Aprender a quererse, aceptarse y desear ser mejor cada día es una carrera de fondo que nunca acaba y no admite despistes. Es demasiado fácil pisar y ponerse por encima de los demás, lo realmente complicado caminar a su lado y compartir… No necesitamos demostrar nada, sólo ser nosotros mismos. Acumulemos cariño, no rabia. Perdamos la memoria y encerremos al ego en el armario. Puestos a cambiar, no nos quedemos a medias, aspiremos a lo máximo, subamos el listón y seamos humildes.

 

Ignorantes sin fronteras

Nos hace falta una buena dosis de humildad. En este país asediado por los mercados y los especuladores, saqueado por los bancos y venido a menos por la gestión política, la ignorancia va en aumento. Se vende en las esquinas, se derrama por los discursos ante los micrófonos… se regala en las redes sociales.

Todos sabemos de todo y opinamos cual expertos, porque hemos oído que decía no sé quién o nos parece que quizás alguien comentaba… y nos metemos en berenjenales dignos de monumento. Y opinamos sin dejar títere con cabeza, sin preguntar… sin medir… sin pensar…sin contrastar, sin hacer siquiera el ejercicio de recapacitar, sobre el impacto de nuestras palabras y saber a menudo, qué soluciones propondríamos a cambio de nuestras críticas… siempre destructivas… encaminadas a defenestrar, a restar… a dividir… a hacer tertulia fácil de carajillo y sermón de domingo en un pedestal de barro.

Y esa ignorancia nos hace felices, como perritos que agitan la cola y salivan ante el plato de pienso… recordando lo que hemos dicho y pensando que somos grandes… cuando en realidad somos zotes.

Nos gusta opinar sobre los demás y si les duele… sin duda, nuestro regocijo es mayor, más intenso… orgásmico. Debe haber gente a la que solo “le pone” la burla fácil, el insulto, la sentencia facilona… el juicio pretencioso y sin base de conocimiento.

Suerte que hay muchas personas con ganas de edificar. Personas que se preocupan por conocer, que se hacen preguntas, que saben que no se juega con las opiniones ajenas… que buscan verdades y no les sirve quedarse a medias…

Y no son ni grandes expertos, ni eruditos… y tampoco se callan lo que piensan… se limitan a expresarse sin herir, sin clavar daga… sin ahondar en la herida… porque buscan ser mejores y aprender. Sin saberlo son sabios… porque la sabiduría se construye preguntando y escuchando… sin prejuzgar, admitiendo otras formas de pensar… ocupando el espacio de otros y notando sus por qués y sus temores….

Lástima que sus palabras a menudo no se oigan tanto como las que se escriben y pronuncian desde la inconsciencia… las de la ignorancia, que no tiene fronteras.