Ya nunca volverás a estar solo

Ya nunca volverás a estar solo

chica-libre-y-felizUna de las grandes asignaturas de la vida es conocerse a uno mismo y aceptarse. La más complicada, tal vez. La que más tememos y postergamos. Admitir y responsabilizarse de comportamientos que no toleraríamos en otras personas y que en nosotros somos incapaces de ver. Tener la valentía de reconocer errores y no poner excusas sino buscar soluciones… Los valientes luchan sólo consigo mismos, sin más armas que la madurez y el deseo de crecer, y ganan!. Se dan cuenta de que a su lado puede haber muchas personas, pero que esto es algo que deben afrontar en solitario.

Mirarse al espejo y decirse a uno mismo en voz alta «estás solo» es, durísimo. La ventaja que tiene es que una vez has sido capaz de hacerlo y has tenido el valor necesario como para aguantarte la mirada, todo cambia. Ya no estás solo. Ya sabes que puedes contar contigo. Que te importas lo suficiente como para ser capaz de  hacer un ejercicio de tal envergadura y querer seguir adelante. Es el efecto terapéutico de  las palabras… No se me ocurre nada más difícil y al mismo tiempo necesario que ser honesto con uno mismo. Reconocerse las actitudes bárbaras y los desatinos y hacerlo con ojos realistas pero a la vez constructivos, sin culpas, sin reproches, sin condenas ni cargas que arrastrar. De forma efectiva y práctica.

Conocerse a uno mismo te da alas. Todo lo que te libera de peso extra te las da.  Te ayuda a relativizar las estupideces del día a día e ir a lo suculento de la vida. Lo que precisa de esfuerzo doble, de arrodillarse y empezar a construir apoyos y nuevas relaciones, tejer complicidades nuevas, cambiar de maneras y actitudes… Saber qué hacer cuando en plena madrugada, la desesperación te cabalga en el pecho y te invade la cabeza de pensamientos que sólo conducen a un trote más rápido. Conocerse y saber a qué sujetarse hasta que no haga falta nada a lo que sujetarse que no esté ya en ti mismo. Listar tus retos y poner en fila tus logros, reparar daños para ponerse en forma y tomarse un tiempo para lamer heridas y cicatrizar… Recordar que puedes aunque no lo parezca ahora. Volver al espejo y decir en voz alta «no estoy solo, me siento solo… ¿cómo lo soluciono?» ponerse en marcha, trazar un plan que nos haga saber que sabemos cómo salir a flote… Amigos, familia y sueños dejados a medias por interrupciones permitidas y perezas consentidas… Pensar que mañana todo cambia, aunque llegue mañana y no cambie nada. Aprender a esperar cuando no se tiene lo que se desea. Buscar entre los resquicios de las puertas cerradas pequeñas grietas por donde escapar de uno mismo y descubrir que aunque escapes, todo seguirá igual porque antes de salir debes curar por dentro. Debes poder mirar al espejo y decir en voz alta «me tengo a mi mismo» y a partir de ahí construirlo todo de nuevo.  Ser tu más fiel aliado en este batalla. Ilusionarte con los detalles más mínimos. Recrearse en las formas y los olores, recuperar el paladar y encontrarse mirando un haz de luz que entra por la ventana como si fuera un prodigio. Y saber que estás en el camino de volver a ser tú pero sin arrastrar tus lágrimas.

Atreverse a no ver los problemas como algo que está fuera de nosotros sino que tiene las raíces dentro, que generamos muchas veces nosotros. Algo que se gesta entre nuestras paredes cada vez que hacemos algo que nos vacía, nos contradice, algo que va en contra de nuestra forma de ver la vida y topa con nuestros valores… O sencillamente algo que no queremos hacer. Saber que todo pasa y cambia si lo miras de frente y te escuchas. Si cuando llega el caballo que galopa en tu pecho, le percibes y te das cuenta de qué viene a decirte y por qué. Si eres consciente de tus emociones y le encuentras razones a esa ansiedad te pone su enorme mano en el corazón .

A veces todo pasa y cambia sólo con ser capaz de decirlo en voz alta, de pronunciar las palabras y admitir. Saber que una vez dichas, el escenario es otro y nosotros también. Somos otros pero somos nosotros mismos. Más libres. Más capaces. Más de vuelta de todo y con el equipaje más vacío de estupideces y penas… Sin desvelos no hay lecciones, sin conflicto no hay moraleja…

Cuando le pones un nombre a tu dolor, se disipa. Cuando encuentras las palabras para definir lo que sientes, sabes quién eres… Si somos capaces de llamar a nuestras penas por su nombre, las alejamos de nosotros… Llevamos las riendas y sólo las usamos para reconocerlas y comprenderlas, aceptarlas como una parte de nuestra vida y empezar a cambiar… Borrarlas y expulsarlas de nuestras vidas.

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Mirarse al espejo y saber que no estás solo, que no lo vas a estar ya nunca más, porque te quieres, porque te importas, porque valoras lo que has conseguido y lo que sueñas, porque eres una buena compañía para ti mismo. Porque tienes una ruta a seguir y una meta y un camino hasta llegar repleto de sorpresas, algunas buenas y otras no tanto, pero todas necesarias para ir creciendo por dentro y tomando conciencia de cómo eres… Para superar tus límites, para salirte del mapa que trazaste cuando no sabías quién eras y te quedabas corto en expectativas. Para salir de esa habitación con los deberes hechos y unas ganas locas de continuar… Sin quejas ni lamentos, con palabras que crean realidades nuevas.

Mirarte al espejo  y saber que no estás solo porque sabes quién eres... La soledad sólo anida en aquellos que no se conocen. Tú ya nunca volverás a estar solo.

El valor de las pequeñas cosas

El valor de las pequeñas cosas

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Cada día todos llevamos a cabo pequeños actos que cambian el mundo. A menudo, son del todo imperceptibles… No son cuantificables, no se pesan, ni se miden. Nunca sabemos hasta dónde llegan, si son como una ola que golpea una roca y la redondea poco a poco con insistencia o si son como un pequeño gesto no planificado que llega a zarandear una vida. Sin imaginarlo, a penas activamos mecanismos invisibles que ponen en marcha una especie de domino en el que cada pieza cae y activa a su vez a otra. Cada una de esas piezas tiene un sentido en sí misma y un cometido en general.  Quién sabe qué alcance tienen nuestros desvelos, nuestras palabras, nuestros pasos… Un día llegas a casa cansado, pones las noticias y descubres que alguien ha salvado una vida o ha hecho un descubrimiento que parecía imposible y tal vez tú has contribuido a ello, sin saberlo. Quizás desde el otro lado del océano, fuiste una pieza necesaria de ese engranaje de millones de piezas que se explican por si mismas pero que también se necesitan unas a otras…

Ninguno de nuestros gestos es en vano, todo pequeño acto tiene sus consecuencias. A veces, un «por favor» ayuda a que cambiemos de opinión y un «gracias» evita que alguien cometa una locura que podría haber sido irremediable.

El mundo se cambia de muchas formas. Desde una cima y desde una calle oscura. Corriendo hasta llegar a la meta o luchando desde una silla de ruedas. Desde un escenario o desde un rincón oculto. Con un pincel o con un ordenador. Con un violín o con una caja de cartón. Cuando se pone un ladrillo se cambia el mundo y cuando se apunta una nota en un pentagrama, también. Se cambia accionando una palanca o jugando al escondite. Cada pequeño movimientos genera mil acciones que se ramifican y ponen en marcha millones de situaciones paralelas imprevisibles… Hay quién cambia el mundo cosiendo un botón y quien lo hace con una entrevista exclusiva. Desde un hospital o desde un mercado. Pintando una obra maestra o una casa de tejado rojo con prado verde y un sol amarillo que colgar en un mural de guardería. El mundo lo cambian los poetas y los que hacen balances. Los que podan árboles y los que defienden leyes. Los que juntan palabras y los que venden pescado. Los que van en bicicleta o los que se ven obligados a ir en un tanque. El mundo lo mueven los tristes y los que sonríen. Los que se maravillan con todo lo que ven y los que hagan lo que hagan siempre están muertos porque no sienten.

Cada acto engendra oportunidades, algunas parecen positivas y otras negativas… Lo bueno y lo malo se mezclan y llegan a no poder delimitarse. Lo que parece que es para mal, a veces, acaba bien. Lo que imaginamos bueno, a veces, está vacío.

Ninguno de nosotros tiene la exclusiva para cambiar el mundo y mejorarlo. Nadie sabe si sus palabras, sus obras, sus pasos, sus miradas, han surtido más efecto que las de los demás. Nunca sabemos qué parte de esa cadena somos y el empuje que podemos llegar a generar cuando nos decidimos a poner en marcha esa magia.

Conseguir cambiar el mundo no es sólo para influyentes. No lo consiguen sólo los que tienen muchos seguidores en las redes sociales, ni los que cobran mucho por dirigir. No es de sabios, ni de ricos, ni de altos, ni de bajos… No es de genios, ni del ancianos. No es de valientes ni de cobardes… No es tampoco de aquellos que tienen el don de la palabra ,ni de los que casi nunca hablan.

Cambiamos el mundo queriendo y sin querer. Con entusiasmo desmedido y casi sin ganas. Desde la necesidad y desde la ignorancia. A veces, con un gruñido o otras con una caricia… Todo lo que hacemos engendra un futuro que muta gracias o a pesar de nosotros. En un momento determinado todo cambia y da la vuelta. Una palabra modifica  el curso de un pequeño universo. Un vistazo a telescopio permite descubrir una estrella… Un mirada esperanzada en un microscopio descubre cómo funciona y se replica un virus.

Es tan fácil que ocurra… La mirada cómplice  y cargada de empatía de alguien hace un rato, cuando yo estaba rota y buscaba respuestas, me lleva a escribir estas palabras. Y este mensaje, tal vez torpe y absurdo para algunos, lo recoge el amigo de alguien a quien que necesita un poco de ánimo porque lleva meses en un laboratorio buscando una respuesta y está cansado y a punto de rendirse. Ese empuje le sirve a ver algo que no veía  y lo que descubre cambia la vida de un niño que duerme esperando un remedio y de una madre que llora sentada en un rincón para que nadie vea sus lágrimas desesperadas…

Nunca para. Se van iniciado y poniendo en marcha cadenas de este tipo a cada segundo. Cada día se levantan pequeños imperios y se desmoronan fortalezas hasta ayer inasequibles… La pasión engendra pasión. El amor crea amor… El dolor, a veces, se transforma en superación y otras en la belleza de una escultura o un poema. Una belleza que inunda de emoción a otros que a su vez cuentan historias en los libros o construyen edificios altos donde viven las personas… La risa llama a la risa… El viento agita las hojas y, en algún lugar, alguien nos llama aunque no le oímos pero alguien responde y todo empieza de nuevo.

Somos como millones de cantos de río redondeados por la acción obstinada del agua y el paso del tiempo… Somos el agua modificada por esos cantos de río.  Somos nubes extenuadas de lluvia. Somos lluvia impregnada de todo lo que toca cuando cae…A veces, parece que no pasa nada, pero todo sigue su curso. Por eso, hay que insistir y no rendirse, porque todo está siempre dando vueltas y nuestras circunstancias son mutantes.

Fluyamos. Bailemos. Soltemos todo el lastre que nos hace vacilar las rodillas y nos atenaza la espalda. Dejémonos llevar por el vaivén de este vals eterno que nos balancea. Aflojemos las cuerdas imaginarias que nos atan a los recuerdos que nos queman, desatemos las miradas y dejemos que se filtren y sean incómodas… Desenredemos los miedos de nuestras piernas cansadas que no se atreven a caminar por si tropiezan… Saquemos a pasear nuestros defectos a la luz del sol para que se encojan… Encontremos el valor de las pequeñas cosas.

Cada minúsculo movimiento crea movimiento. Nunca sabes dónde empieza ni dónde acaba. Cada acto casi imperceptible tiene consecuencias imprevisibles y, a veces, extraordinarias. Somos imparables, incluso cuando no lo sabemos. Incluso cuando no nos queremos lo suficiente, somos maravillosos. Somos necesarios, a pesar de no tenernos demasiado en cuenta y no acordarnos de nuestros deseos…

No sabemos hasta que punto podemos llegar a cambiar el mundo…

 

Corramos el riesgo

Corramos el riesgo

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Corramos el riesgo de quedar atrapados por nuestros deseos, de tener que dar la cara  por nuestros errores y salir al mundo a respirar hondo para volver a empezar.

Vivamos tanto que al acostarnos no recordemos lo que teníamos en la cabeza al levantarnos y casi no nos importe. Que los días nos queden tan cortos como los suspiros… Que este instante sea eterno y todos los recuerdos que llevamos en el equipaje salgan por la ventana.

Corramos el riesgo de pasarnos de largo y caer en plancha. Que nos digan que estamos locos y nos miren de reojo. Seamos los raros, los que dan la nota, los que siempre lo apuran todo y siempre se ríen de ellos mismos.

Crucemos tanto la línea que separa lo razonable de lo deseable que acabemos borrándola y empecemos a guiarnos por nuestros instintos y a vivir para ser felices y dejar algo que valga la pena… Vivamos sin certificados ni tarjetas, sin máquinas expendedoras ni envoltorios que nos recuerden lo que no podemos sentir ni soñar. Vivamos sin precio ni a sueldo de nada ni nadie… Guiémonos por el respeto a los demás y por el respeto que nos debemos a nosotros mismos. No hagamos nada a otros que no soportaríamos, no peleemos por nada que no nos pertenece… Que no nos pertenezca nada que nos ate ni sepulte… Que no nos sepulte nada que no valga la pena recordar… Que todo lo que hagamos tenga poso y hable bien de nosotros.

Bailemos y esculpamos en nuestras caras la sonrisa que merecemos.

Saltemos sin perder comba y caigamos de pie con los ojos serenos… Corramos el riesgo de que nos digan que no cuando ya celebrábamos el sí, que nos echen cuando necesitábamos quedarnos… Que nos despechen cuando nos hayamos enamorado…

Seamos el que cae en el lodo, el que ríe a destiempo, el que hace el ridículo, el que despierta murmullos… Digamos lo que otros no dicen y piensan, hagamos lo que pensamos que debemos hacer… Callemos lo que sepamos que duele porque el mundo ya arrastra muchas llagas. Nunca edifiquemos nuestra felicidad en la desdicha ajena…

Corramos el riesgo de romper muros y bajar de los altares si nos hemos endiosado. Que no queden más títeres que los títeres, ni más secretos de los que sean necesarios para soportar la rutina.

Seamos el que acaba solo aguantando la vela de un barco que naufraga si creemos que ese es nuestro lugar. Que nos tomen el pelo, si hace falta, por defender lo justo y por perdonar lo casi imperdonable. Que sepamos distinguir las batallas innecesarias de las inevitables… Que veamos la viga en el ojo propio sin acomplejarnos ni herirnos. Que sepamos decir basta antes de que ya no tenga remedio. Que los que desean ser mediocres no nos hagan creer que no podemos brillar. Que los que desean resignarse no nos desgasten las ganas.

No tengamos fugas en nuestra coherencia… Seamos tan vulnerables como sea necesario para ver nuestras faltas. Seamos tan elásticos como haga falta para cambiar nuestro rumbo si el camino no nos lleva a nuestros retos o si nos perdemos andando en círculo persiguiendo algo que brilla pero que está vacío por dentro.  Seamos tan imprudentes como nos marquen nuestros corazones ávidos de emociones. Que la pasión nos corrija el camino y la ilusión nos dibuje el contorno. Que la desvergüenza anide en nuestros sesos invadidos por la rutina y la osadía brille en nuestros ojos cansados por el miedo… Que no podamos oír reproches porque escuchemos el silbido de nuestra imprudencia que nos llama y reclama para dibujar nuestro futuro.

Seamos nosotros mismos aunque nadie en el mundo lo entienda. Acariciemos lo extraordinario. Seamos la excepción.

Busquemos lo sencillo, pero compliquémonos la vida deseando la excelencia…

Corramos el riesgo de que se rían de nosotros por lo que pensamos y defendemos. Que nos pongan motes y etiquetas y nos adjetiven sin motivo… Cuánto más nos critiquen los absurdos más cerca estaremos de los grandes.

No olvidemos nunca que nosotros podemos ser grandes… No olvidemos nunca que también podemos ser absurdos.

No seamos nada que no somos, no finjamos nada que no sintamos… No desistamos de ver el mundo como nosotros lo vemos. Cabemos todos, que se aparten un poco los que no entienden de sueños y nos dejen paso…

Que nos sentemos a contemplar como gira el mundo sin bajarnos nunca de él. Que nunca dejemos de agarrarnos a la esperanza por si cae el cielo o el viento nos arrastra más allá del andén… Que siempre nos quede otro tren por si se nos escapa éste… Que sepamos subirnos a él a tiempo para apurar cada oportunidad.

Corramos el riesgo no ser perfectos para poder explorar el placer de ser humanos y reconocerlo.

Consigamos la paz que buscamos sin dejar de luchar por lo que deseamos, encontremos la quietud sin dejar de movernos.

Cosas que aprendí en la cuerda floja

Cosas que aprendí en la cuerda floja

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Que prestamos poca atención a nuestras emociones
Cuando, en realidad, somos un amasijo de ellas. Lo que sentimos nos guía y remueve. Nos dice si vamos bien o mal, nos dibuja el camino como si fuéramos niños y nos desplazáramos por la vida a base de “frío, frío, caliente, caliente”. Nuestras emociones son la brújula para saber si lo que hacemos nos hace grandes o nos hace pequeños. Si nos lleva la pasión y el entusiasmo o nos vendemos a la rutina y el hastío… Si somos extraordinarios o decidimos ser corrientes y vivir con poco riesgo y mucho control sobre nuestra vida. Si nos soltamos o nos amarramos, si amamos o buscamos sucedáneos…
Que no hay fórmulas magistrales ni pócimas mágicas
A menudo necesitamos aferrarnos a indicaciones que nos dan otras personas. Frases que nos motiven, palabras que despiertan en ellos un subidón de adrenalina que les ayuda a subir sus montañas particulares y que esperamos que nos lleven a la cima a nosotros sin pasar por todos la peldaños de la escalera que ellos ya han subido. Preguntamos a otros para saber qué debemos hacer para poder salir del callejón oscuro en que nos encontramos, pero sólo pueden ayudarnos a hacernos más preguntas porque cada uno tiene sus respuestas. Los mantras que nos repetimos para poder seguir son individuales e intransferibles. Están diseñados con el ADN de lo que soñamos y deseamos, con nuestros miedos y nuestros triunfos… Como la canción que nos hacía dormir cuando éramos niños o la caja de secretos que teníamos escondida bajo la cama.
Que ya tenemos las respuestas que buscamos
Las llevamos dentro. Las sabemos siempre de antemano, pero a veces no queremos verlas o no podemos porque nos falta perspectiva. Porque ponemos el foco en el lado equivocado y hay una parte que nos queda oscura y no visualizamos. A menudo, incluso somos conscientes de que no lo vemos todo, pero no sabemos cómo cambiar esa perspectiva. Damos vueltas en un rincón, en una esquina reducida de una gran extensión de terreno que está ante nosotros y casi no nos atrevemos a explorar. Como si nos pasáramos la vida subiendo y bajando el mismo escalón y quisiéramos llegar al cielo o nuestra vida se limitara al metro cuadrado que nos rodea.
Que a veces nos hace falta que alguien nos ayude a ver lo que pasa desde fuera
Que alguien nos ayude a saber qué evitamos y nos dibuje con ojos realistas pero amables. Que nos haga una composición del paisaje que tenemos ante nosotros y nos diga esas obviedades que no queremos o no podemos oír y que son tan necesarias… Porque a veces estamos ante el mar y sólo vemos la arena y cada vez que miramos al cielo encontramos una nube que nos tapa la luz que necesitamos… Aunque ahí está, siempre.
Que lo importante no son las respuestas, sino las preguntas
A veces creemos que sabemos mucho porque hemos madurado. Porque a base de tanto tropezar, hemos encontrado muchos trucos para sobrevivir y levantarnos. Porque cada día nos conocemos más a nosotros mismos y eso nos permite gestionar mejor nuestras emociones y no traicionarnos… Aunque a menudo, no nos damos cuenta de que no nos hacemos las preguntas adecuadas para pasar al siguiente nivel evolutivo de nuestra vida. Que las eludimos o las pasamos por alto, que debemos replanteárnoslo todo desde el principio porque tal vez nuestros credos están equivocados o ya no nos sirven porque hemos cambiado y no nos representan. A veces, pensamos que estamos en la casilla de salida y en realidad llevamos tiempo en la cárcel y debemos empezar a jugar y apostar por nosotros. ¿Cuál es la ruta? tus valores, tu forma de existir, tus lineas rojas, aquello que quieres ser y lo que no… Lo que nunca dejarías de lado y lo que no te importa perder. La imagen de ti que tienes cuando das rienda suelta a tus pensamientos e imaginas un futuro mejor…
Que el miedo nos cierra los ojos y nos fabrica excusas.
Nos maneja y achica, nos hace pequeños y nos paraliza como estatuas donde las palomas hacen algo más que anidar… Todo lo dicho antes no sirve de nada si no estamos dispuestos a pasar frío y saltar. Porque a veces lo que nos conviene es incómodo y nuestro sueño está al final de una pasarela que se tambalea y se agita con el viento, que tiene cien años y al sujetarse en ella, te araña las manos… Que por el camino hay muchas dificultades pero que son nuestras, escogidas por nosotros y conllevan la esperanza de llegar a la meta… Y que lo que buscamos está fuera de nuestro circuito habitual, pasando por la cuerda floja.
Que al llegar a la meta, todo vuelve a empezar…
Dar las gracias a dos grandes personas que hoy conversaron conmigo Leocadio Martín  y Maite Finch Vuestras maravillosas palabras me han animado a seguir… 
 

Somos gigantes

Siempre he pensado que las grandes batallas se libran en nuestra mente. Cuando perdemos contra nosotros mismos, nuestra cabeza decide encogernos y recortar nuestras expectativas. Nos recalcula un camino para llegar a otra meta más cercana y nos rebaja el nivel de entusiasmo para poder soportar el cambio de escenario en nuestra vida. Hay pocas palabras tan terribles como la palabra resignación. Seguramente, las hay mucho peores pero como concepto, resignarse, es una especie de recorte autoinfligido a tu capacidad, tu ilusión y tu deseo… Es como si nos pusiéramos ante el espejo y fuéramos capaces de decirnos «tú, no» como si no contáramos con nosotros para vivir nuestra propia vida, como si no fuéramos nada… Muchos días de nuestra vida nos negamos a nosotros y a todo lo bueno que tenemos sin casi darnos cuenta. Cuesta verlo y admitirlo pero es así, podemos llegar a ser nuestros grandes enemigos porque, al contrario de los que están a nuestro alrededor, nosotros tenemos todo el poder sobre lo que pensamos y sentimos, sobre lo que imaginamos y deseamos.

A menudo, en lugar de aspirar a lo mejor, nos conformamos con lo menos malo. Imaginamos todos los posibles escenarios que pueden plantearse ante nosotros y entre el que nos parece que sería nefasto y el que más se ajusta a nuestros sueños, escogemos el término medio… Lo hacemos para no abusar de la suerte, no forzar la máquina, no ser avariciosos con nuestros deseos. Lo hacemos así porque no nos imaginamos cumpliendo nuestro sueño o, en el fondo, pensamos que no somos lo suficientemente buenos para él. Ponemos la tirita antes de la herida y, a menudo, creo yo, acabamos propiciándolo todo para que esa herida exista.

Nuestros pensamientos se vuelven sombríos, nuestra mente se achica y decide bajar el listón y cerrar puertas. Todo se vuelve opaco y más triste, más asequible y cómodo pero menos motivador. Si tenemos pensamientos mediocres, nos convertimos en personas mediocres y todo nuestro cuerpo se pone a trabajar para abundar en esa mediocridad…

El resultado somos nosotros. Una versión de bolsillo de nosotros mismos. Un muñequito maleable al que decirle lo que quiere y lo que no y que siempre calla y asiente. Lo más curioso, es que lo hacemos presuntamente “por nuestro bien” para no sufrir si no conseguimos lo que deseamos. Y nos condenamos a una vida anodina y predecible donde, al final, incluso cambiar de recorrido para ir al trabajo acaba considerándose una tragedia insoportable. La rutina nos devora  las ganas y nos borra los estímulos.

Una vez hemos decidido que no somos lo suficientemente buenos para soñar en algo concreto porque es demasiado maravilloso para nosotros, empieza la segunda fase.

No la percibimos al principio, pero es letal. La llevamos a cabo nosotros, pero no somos conscientes de ello. Consiste en empequeñecer. Nuestro cuerpo cumplirá escrupulosamente las órdenes que le dé nuestro cerebro. Si nos sentimos pequeños, nos haremos pequeños. Si nos sentimos mal, nos dejará indefensos.

Puesto que creemos que nuestros sueños nos van grandes, buscamos sueños más pequeños… Y en esta espiral de autojibarización en la que hemos entrado, vamos bajando el listón para tener cada vez menos sobresaltos. Nos acostumbramos a ser poco y pedir poco, hasta quedarnos en un rincón de nuestra vida esperando ser barridos. Puesto que pensamos que no nos merecemos conseguir nuestro reto, entramos en una círculo vicioso de descrédito que nos lleva a pensar que poca cosa nos merecemos. Y entonces, nos encogemos. Sobramos y notamos que sobramos porque nos sobramos a nosotros mismos…

Sonreímos menos y escondemos la cara. Andamos lentos y cabizbajos. Encogemos los hombros y sin darnos cuenta, somos un punto negro en un infinito de puntos negros… Nos lamentamos, nos quejamos sin parar por este destino cruel que hemos decidido vivir y por estar encerrados en una cárcel que nosotros mismos hemos fabricado. Y no paramos, incluso cuando ante nosotros hay personas que tienen más razones que nosotros para rendirse y, sin embargo, luchan y viven intensamente.

Nos encogemos tanto por dentro como por fuera. Menguamos de forma progresiva e  imparable porque nuestras ilusiones menguan.

A veces es por una palabra poco agradable en boca de alguien a quién amamos… Otras veces es incluso por esa misma palabra en boca de alguien a quién casi no conocemos. En ocasiones,  es ese automatismo que nos hemos creado nosotros mismos y que repetimos sin casi percibirlo al más leve contratiempo. Encadenamos uno tras otro sin parar.

Les damos a otros todo el poder de decidir sobre nuestras vidas. Se lo damos porque eludimos la responsabilidad de levantar la cabeza y en lugar de recortarnos, decidir crecer y expandirnos. Preferimos complacerles y bajar a nuestro infierno  habitual a plantarles cara y llevarles la contraria.

El otro día alguien me decía que a veces nos acostumbramos a vivir en una especie de estercolero y no podemos ni queremos salir de él.

Yo siempre he pensado que cuando estamos mal, cuando nos sentimos pequeños, acudimos mentalmente a nuestro vertedero particular.

Es un estado de ánimo, un lugar oscuro de la memoria que se activa cuando la autoestima baja.

Allí guardamos todos los malos momentos, los desatinos mal archivados como fracaso y no como aprendizaje, los reproches que nos hemos hecho a nosotros mismos toda la vida.

Allí guardamos el sentimiento de rechazo por ese amor que no nos quiso, la emoción fallida de intentar ganar una carrera y abandonar, todas la veces que cuando éramos niños quedamos en evidencia y todos se reían de nosotros…Está esa profesora déspota que nos castigó una tarde y que gritaba tanto que nos perforaba los tímpanos y que nada más llegar nos mira con cara perversa y ganas de castigo… La punzada en el corazón cuando no conseguimos el premio o el ataque de asco ante la carta de despido que recibimos. Están ahí esperando para ser revividos y no aprendidos. Para clavárnoslos en el pecho una y otra vez en lugar de repasarlos, sacarles la moraleja y luego olvidar esa punzada… En el vertedero están todos nuestros miedos, los vividos y los que podríamos llegar a vivir y los que nos hemos inventado… Nuestros fantasmas vagan por él arrastrando las cadenas que les podríamos dejar ceñirnos si os descuidamos…

Todo junto y revuelto en forma de culpa, de carga pesada, de aire irrespirable y enrarecido…

Nuestro vertedero es un lugar cuyo vapor se filtra por nuestros poros en pocos minutos y llega a nuestros sentidos. Es un recinto corrupto. Estar demasiado tiempo en ese estado de ánimo te corta las alas y te entumece las ganas. Todo se desdibuja en él, todo pierde fuerza y magia.

Es muy difícil huir de su perímetro y, sin embargo, se regresa a él muy rápido.

Basta un momento de ira descontrolada, de rabia acumulada, de rencor… Un momento de envidia, de avaricia… Un momento de pensar que no merece la pena, que yo no valgo nada o que algo está vetado para mí… La cabeza nos traslada directamente al vertedero. Es un viaje en el tiempo a nuestras miserias… El mecanismo para llegar es tan rápido… Y con solo unos minutos, ya notas que te encoges, que menguas… Mengua tu cuerpo porque se cansa y entumece, porque escondes tu rostro, porque bajas la cabeza. Mengua tu ánimo porque mires donde mires ves desolación, porque te sientes inútil y te sientes culpable. La culpabilidad encoge a las personas hasta convertirlas en seres diminutos.

Aunque, la verdad es que ir y volver de nuestro vertedero particular y recurrente donde metemos nuestras miserias es decisión propia. El proceso es reversible. Basta con ser consciente de ello y actuar. No somos culpables, seamos responsables. Y la parte positiva de esto es que ya que conocemos el camino de ida al vertedero, podemos encontrar en de vuelta. Cuanto más tardamos, más difícil es encontrarlo y más intensidad hay que poner en el empeño. El camino de regreso a tu yo real se va cubriendo de lodo y se desdibuja… Por eso, mejor no dejarse llevar hacia ese lugar ni pensar que es tu sitio ni por un momento… Mejor alzar la vista y apretar a correr. Saber qué hay allí para conocer lo que nos asusta y afrontarlo,  sacar lo mejor que podamos de ese vertedero, arrancarle recuerdos y darles la vuelta, encontrar ese reverso positivo que tiene todo… Y sobre todo, no entretenerse en él demasiado para no pringarse y perder el sentido de lo que es bueno y lo que no, de lo que nos hace bien o nos hace daño… Para no llegar a creer que nos merecemos sufrir. Porque, al final, somos lo que decidimos ser y acabamos consiguiendo lo que creemos que nos merecemos…

Y nada más salir de ese lugar oscuro y triste, imaginar que somos grandes… Ser grandes… Aumentar de tamaño hasta salir de nosotros mismos y descubrir que no tenemos límites. Y para cuando se pueda, substituir el vertedero por nuestro cielo particular. Un lugar donde acudir con el pensamiento cuando nos sintamos absurdos, un lugar donde hay calma, donde todo nos recuerda que podemos seguir avanzando pase lo que pase, donde atesoramos nuestros buenos momentos, acumulamos risas y del que cada vez que salimos, descubrimos que somos gigantes y no nos asusta mostrarnos tal y como somos…

Nos merecemos lo mejor. Somos tan maravillosos como deseemos serlo. Somos el dibujo que hacemos  de nosotros en nuestra mente. No importa todo el dolor que sentimos ayer, ni todos los errores que cometimos, cada día podemos dibujarnos de nuevo. Hagámoslo sin límites…

A Daniel Sánchez Reina por una interesante conversación…