No hay distancia suficiente

Dejó de dar de comer a sus fantasmas. Cerró los ojos y pasó por delante de ellos sin casi respirar. Dejó que aquellas fantasías sobre lo que jamás podría y nunca iba a conseguir acabaran enterradas. Olvidó sus rostros retorcidos y asqueados y se centró en mirar hacia adelante, sin detenerse, sin girar la vista porque sabía que su amor propio era nuevo, frágil, quebradizo…
Caminó cada vez más rápido, más ágil, más incandescente. Una sensación de euforia le invadía cada hueco, cada rincón de su cuerpo diminuto. Respiraba hondo, consumía aire… lo tragaba y convertía en fuego. Deliraba de emoción. Flotaba, sondeaba el aire. Unas lágrimas espesas le lamían la cara y en medio minuto se evaporaban. Era una llama. No podía parar. Sabía que si paraba oiría los reproches y toparía con algunas caras. Notaba aún el aliento de sus temores prendido en su cuello y una garra inmensa sujetándole las ganas. No quería regresar jamás y verse juzgada y escrutada. No quería ser la presa, ni el bocado… ni volver a ponerse en un rincón para no estorbar… ni pedir perdón por levantar la mirada.
Huía. La rabia contenida la empujaba y el miedo a permanecer quieta y ser engullida le daba la mano. Era como un grito, un animal herido que corre poseso buscando guarida.
Y de repente, ya estaba exhausta, rendida, destrozada… ya no podía mover las extremidades ni articular más que gemidos y alaridos, estaba tan lejos que no recordaba de dónde partía… ni lo que buscaba pero sabía que parar era sucumbir… era regresar…
A pesar de todo, los miedos continuaban pegados a su piel y los fantasmas revivían. La cara de la que quería librarse se dibujaba de nuevo en cada esquina.
Y entonces lo tuvo claro. No había distancia suficiente. No podría correr lejos siempre, en algún momento debería parar y tragarse el asco y el pánico. Huía de ella misma. Ella era el depredador y la presa. El fantasma, el crítico más feroz. Ella fabricaba el miedo que se le alojaba en el espalda y se le comía las risas. Ella construía los muros y cerraba las puertas. Ella se arañaba el alma, se arrancaba los goces… los demás eran tan solo la comparsa, la coartada triste para seguir levantado barreras y afilando espadas en la conciencia.
Y supo que tenía que parar y volver. Supo que la única persona con la que tenía que hacer un pacto para abandonar aquella lucha era ella misma. Y dejar de luchar… y levantar la cabeza y aguantar la mirada. Se dio cuenta de que el camino a seguir no se andaba, se maduraba. El viaje que debía emprender era interior y el enemigo a ganar tenía su cara.

Caperucita no se rinde

Caperucita se siente cansada, revuelta y diminuta. Está oculta en un recodo del camino y duda. Esconderse del mundo no es una medida efectiva, ponerse una capa para volverse invisible, agazaparse en un rincón y evitar que las miradas del mundo le caigan sobre los hombros, quizás. Cada palmo del camino está lleno de lobos que acechan con sus lenguas afiladas esperando a destrozarle el destino y amargarle el día sólo para pasar un rato distraído y olvidar sus tabús. Para no recordar mientras su piel cae a tiras, fruto de sus palabras, que la de ellos también está hecha jirones, para olvidar que sus vidas son insulsas…

Ocultarse alivia, no repara daños pero reconforta… y pasadas las horas, se impacienta y la espera alarga la agonía y acrecienta las ansias de los lobos hambrientos que olisquean allí cerca buscándola. Su mirada está cubierta de pánico. Se imagina libre, sin ataduras, sin atisbar sus ojos vítreos ocultos en las esquinas.

Levantarse y enfrentarse a la jauría le supone cambiar un mundo. Como mover una montaña o darle la vuelta al universo. Es un trabajo de dioses. Y ella es una chispa, una pequeña mancha roja y fácil de localizar. Quitarse la capa, caminar hacia la vista de todos y alzar la barbilla para demostrar que su alma está quieta y su conciencia está tranquila, es un sueño.

El pánico es un gigante con pies de barro, aguanta hasta que el valor se lo permite. Y pasado el primer embate, el primer asalto y las primeras dentelladas… se da cuenta de que esos lobos son animales tristes y comprimidos por su necesidad de morder y destrozar, que sus vidas son anodinas y sus “pecados” son tanto o más negros que los encuentran en ella.

A pesar de lo que digan, no merece la pena ceder, ni volverse de mármol, ni de corcho para soportar sus miradas y sus palabras. Merece la pena mirar al frente, aprender a contemplarse en el espejo y no aceptar más palabras que las que llegan para darle aliento. Si la barbilla sigue alta, los lobos aullan más fuerte pero de repente callan. Son cachorros tristes y asustados que intentan clavar las pezuñas para aliviar sus heridas y convertirla en diana para alejar sus culpas… cuanto más sube la cabeza más se acobarda el lobo que la espera para lapidarla y más agacha las orejas. Vistos de cerca y sin atisbo de miedo, le dan pena. Sujetos a sus miserias, pendientes de otras vidas y sin vivir la propia.

El camino es largo. El verdadero triunfo no es que Caperucita se convierta en lobo. Es que siga siendo Caperucita y el lobo no pueda con ella porque no se rinde.