Toda la vida
Llevo casi toda la vida buscando un lugar, un momento, un silencio en el que pensar y oírme la voz. Un lapso de tiempo en el que todo sea casi perfecto. Un día en el que las fuerzas rebosen mis dudas y el sol venza mi noche. En que todos mis caminos converjan en un punto que me lleve a sentir llena, tranquila, quieta pero activa, ágil y en calma… Uno de esos instantes en los que no necesitas ser perfecto y en los que todo gira a tu alrededor y se desplaza hacia ti. Todo te busca, todo te encuentra como un meandro que se acerca surcando la tierra hasta besar tus pies y seguir tus pasos. Uno de esos instantes en los que parece que vives sin esfuerzo, sin lucha interior, sin tener que recordarte a ti mismo que puedes, sin medir tus aciertos y tus faltas… Sencillamente viviendo, sintiendo, notando lo que pasa, lo que te toca, lo que te surca. Siendo tú sin excusa, sin más misterio que el del deseo… Sin más muros a tu alrededor que los de tu propia dignidad.
Todos los días que recuerdo, he intentado sobrellevar una nube de estigmas ocultos en cada uno de los peldaños de mi vida, de mi escalera de caracol repleta de fantasías y delicias, de claros y oscuros, de miradas salvajes y deseos ocultos, de sencillos versos y palabras escritas… Una escalera repleta de monstruos conocidos y asequibles y lágrimas dulces y calientes. Algunos quejidos, algunos roces inciertos, algunos arañazos en las piernas más por torpeza que por malicia… Algunas pérdidas irreparables por cobardía, algunos aciertos por impulso, algunos sueños insistentes y casi imposibles… He buscado en todos los rincones de este camino a veces tortuoso algún espacio libre y abierto, un espacio sin miradas lacerantes donde existir sin pedir permiso, donde levantar la vista sin imaginar que debo por ello pedir perdón…
Un lugar donde no llueva, cuando llueve. Un lugar donde ocultarse cuando duela, donde sosegar los latidos si el pulso se acelera y recordar tu nombre cuando ya nadie lo pronuncie. Un lugar donde gritar cuando el silencio es asfixiante, donde encontrarte a ti mismo cuando la soledad es tan enorme que parece que te insulta.
He buscado en las pupilas de muchos ojos, entre muchos brazos, en las esquinas de muchas calles y en los valles que forman muchas montañas. He recogido limosna de cariño, esbozos de caricias, palabras que son casi besos, besos que son casi hiel… Algunos susurros que parecen plumas que tocan tu piel y te erizan el vello, que alcanzan tus sienes y golpean tu conciencia hasta que no sabes qué quieres o no lo recuerdas. He acumulado tantos sueños y súplicas que podría hilvanarlos hasta el infinito y recorrer el mundo sin perderme sujeta a su calor…
He perseguido risas y he engendrado algunas tormentas mientras buscaba acurrucarme en unas entrañas plácidas donde descansar. He causado dolor y me lo he cargado en la espalda. Me he sentido diminuta, penitente, agotada de culpa y repleta de miedo. He aprendido mientras buscaba… De nada sirve apuntarse con el dedo, recordar la miseria, regodearse en el dolor, hundirse en el lodo compasivo de la apatía. Nada bueno se saca de sumirse en el llanto y oler de lejos las flores e imaginar que intentas, que asumes, que arriesgas, que protagonizas esa historia que sueñas…
He dedicado mis horas a huir de la tormenta y buscar un refugio, una lumbre encendida, una puerta abierta y un corazón que ocupar…
Ese lugar casi no existe. Al menos, no siempre… Se ocupa a ratos y luego se borra, se desvanece, se extingue, se desdibuja. Es un destello que no se atrapa, una carcajada, un clímax fugaz, una mirada encendida, una palabra amable, un café… Dura lo mismo que un baile, que un amanecer, que una anécdota, que una tarde de charla… Luego se apaga.
Si existe ese sitio, está dentro de ti. Lo llevas escondido en uno de tus huecos. Es donde va a parar el aire cuando respiras hondo para soportar la angustia, donde almacenas besos y caricias que esperan encontrar unos ojos cómplices, donde vas a parar cuando parece que el cosmos te escupe, donde te arrastra el miedo cuando lo superas… Donde puedes caminar sin mover los pies y escuchar tu voz cuando el mundo no calla.
Al final, el refugio eres tú. El fuego que arde esperando tu llegada, lo enciendes tú. Tú abres la puerta y dejas pasar a quién tú quieres. Tú decides si hueles las flores o las miras desde lejos. Tú haces callar al mundo para escuchar tu voz. Tú marcas el paso en este camino.
He sido yo
Los seres humanos son extremadamente complejos. Queremos una cosa y todo lo contrario. Buscamos como locos llegar al precipicio para decidir no saltar. Queremos salir y entrar a la vez. Estar fuera y estar dentro. A veces, queremos incluso que nos agredan para poder permitirnos agredir, para darnos el lujo de descargar en alguien nuestra ira acumulada durante siglos y nuestras frustraciones personales. Buscamos a alguien con quien topar en el tren y soltarle cada uno de los golpes que llevamos guardados en nuestro pecho ansioso por decirle al mundo que ya no lo soporta más. Usamos a otros como títeres cuando nos sentimos títeres. Damos desprecio porque recibimos desprecio y no somos capaces de cortar esa cadena de asco que entre unos y otros va tejiendo nudos. Porque no somos capaces de rebelarnos y decir que ya basta y defender nuestra dignidad.
Vamos engendrando la excusa para no tener que hacer algo que nos da pereza, nos molesta o nos asusta… O para poder hacerlo y sentirnos menos culpables, para tener el atenuante que explique porque caímos en la tentación.
En ocasiones, hacemos aquello que hemos criticado hace cinco minutos con saña. Somos lo que decimos que son los demás y les aventajamos en amargura. Nuestras palabras delatan nuestras emociones y sentimientos. Carecemos de lo que alardeamos. Deseamos lo que despreciamos. Buscamos lo que hemos perdido por no haberlo valorado lo suficiente. Salvando distancias, es como si nos identificáramos con nuestra propia basura… Lo que tiramos, lo que decimos no querer, lo que nos cuesta decir en voz alta que anhelamos y que nos hace sentir únicos, lo que aborrecemos en los demás es lo que nos da miedo encontrar en nosotros mismos y sabemos que es posible hallar si hurgamos… Lo que dejamos en nuestros despojos y queremos ocultar.
Somos adictos a catalogar situaciones y personas, cuando en realidad, estamos poniéndonos etiquetas a nosotros mismos. A menudo, nos asustan nuestros propios valores y el compromiso que supone ser fiel a ellos. Ser valientes y dar la cara, arriesgar por lo que creemos y por las personas que nos importan. Jugamos a ser superficiales y dibujamos un mundo donde ser eternamente niños. Esa inmadurez puede causar dolor a los que nos rodean que necesitan a su lado personas que estén dispuestas a asumir responsabilidades. Personas que reconocen sus errores y aguantan la mirada.
A veces, no sabemos lo que queremos o no nos atrevemos a quererlo. Porque pensamos no merecerlo, porque pensamos que es demasiado bueno para nosotros. Porque nos parece inalcanzable o tal vez porque tememos no estar a la altura. Porque nos da miedo ponernos a prueba. Por temor al compromiso, por no arriesgar, por no caer, por no dejar la comodidad de nuestra torre de marfil. Porque nos parece pequeño, porque nos recuerda que podemos ser pequeños. Porque preferimos dejarlo para más adelante o para nunca. Porque es mejor lamentarse que enfrentarse a ello. Aquí cada uno puede poner una de sus excusas y porqués, todos tenemos los nuestros, algunos son personalizados y otros universales.
Somos tan complicados que podemos llegar a querer al alguien y alejarnos de esa persona. Estamos diseñados para amar y destrozar al mismo tiempo. Para querer y usar a quiénes queremos para nuestros fines. A veces amamos, pero no queremos amar o no somos lo suficientemente maduros para hacerlo hasta sus últimas consecuencias …Y nos situamos en un limbo plácido que nos permite seguir en esa situación sin osar ni atrevernos a movernos demasiado, siendo el actor y el espectador al mismo tiempo. Sin importar el daño que hagamos, sin pensar que la otra persona tal vez no sea capaz de no escoger y no pueda soportar vivir en ese limbo, esa tierra de nadie que para nosotros es un espacio amable y para ella es un infierno.
Y para entender a los demás a veces no hay fórmulas. Hay situaciones de manual pero las personas son complejas. Un instante son básicas y después se refinan, se esconden, se aturden, se asustan… Dejan que el mundo pague sus culpas y mediocridades por no atreverse a decir que son ellos quienes se han equivocado. A veces salen corriendo de pánico, otras atacan y a veces se quedan quietas y ven pasar la vida… Como esos relojes de arena por los que se desliza cada grano de forma lenta pero acompasada.
Sin embargo, no hay que perder la esperanza. Somos también capaces de los mejor, de sorprendernos a nosotros mismos. De dejar a un lado el miedo y derribar el muro. De haber estado siglos sin atrevernos a bajar un escalón y de repente saltar al vacío. Al lado de alguien que nunca tiende la mano, camina otro que no sabe vivir sin amar y compartir. Siempre hay quien ha caminado el doble, ha sufrido el doble, ha llorado el doble y ha perdonado el doble… Siempre hay alguien que vuelve cuando nosotros tenemos miedo de ir. Siempre hay alguien que dejará la luz encendida en el camino para que veamos donde pisamos. Siempre tenemos un ejemplo a seguir y tal vez, un día, nosotros podamos ser un buen ejemplo.
Hagamos el esfuerzo… Lo mejor será no esperar a que otros den el paso y nos muestren ese camino. Mejor ser nosotros quién tiende la mano y quién enciende la luz para otros… Quién desiste de su ira y abraza primero, quién pide perdón primero, quién arriesga primero… Seamos nosotros quién deja las excusas y vive como cree que debe vivir… Quién sale del escondite y rompe la cadena de la rabia acumulada… Quién deja de criticar, quién se pone delante de todas las miradas y afronta sus errores… Quién decide salir del limbo y amar sin temor.
Quién se levanta y dice el voz alta “he sido yo”.
Voy a escribir sobre belleza
Voy a escribir sobre belleza. Me lo pidió un compañero de historias imposibles, un loco que se deleita como yo con las palabras y le da la vuelta a las cosas complicadas para convertirlas en sencillas. Al final, lo sencillo es lo más hermoso. Y la belleza es omnívora, omnipotente, omnipresente… Ineludible, inabarcable, atrevida, indiscreta, insensata…
Adoro la belleza, le dije. Siempre la busco y siempre la encuentro. Tengo esa suerte, la verdad. A veces es una pátina que está en todo, que lo cubre todo, que lo transforma todo. No siempre se ve, pero está. En ocasiones puedes contemplar algo durante siglos y no verla. Entonces, de repente, te distraes con otra cosa un segundo, y al volver a posar la vista la descubres. Estaba allí, era tan evidente que su obvia presencia casi ofende tu inteligencia. Aunque la belleza no es sólo para inteligentes o al menos no para los que todo lo saben. Es para los que todo lo buscan y lo notan. Es más para insatisfechos que se derriten por las migajas que para colmados de satisfacciones. No es para los que aman sin quitarse la ropa, ni para los que se ponen guantes para tocar. A veces hay que escarbar y arañar una superficie gruesa para encontrarla o dejar que llueva mucho para que el vaho la dibuje en los cristales. La belleza se oculta a la vista de los que intentan cogerla y poseerla, los que quieren quedársela para mirarla sin vivirla y se convierte en el maná de los que la comparten. Se esconde ante las pupilas avariciosas y se desnuda ante las miradas hambrientas de alegrías, de aventuras, de cariño… Los ojos de los que quieren encontrar y mostrar al mundo un destino distinto. Aquellos que osan cambiar las normas y están tocados por la imprudencia. La belleza ama a los irreverentes y los que no tienen miedo de mostrar sus rarezas a un mundo que no siempre las comprende.
La belleza no es para sabios ni para ignorantes, es para desesperados por conocer y saber. Para deseosos de encontrar la forma de contar que hay más que el pan, el dolor y la rabia acumulados en nuestras entrañas. Es para los que miran un puente y ven un acuerdo. Para los que miran una casa y ven una familia… Los que prefieren pasarse a quedarse a medias. Los que no se calman cuando llegan al final y enseguida buscan otro reto. Los que no esperan casi nada.
Amo la belleza. La busco y la encuentro a menudo en una palabra imprudente pero necesaria. En un silencio que cuenta una historia desesperada. En el eco de una soledad tan áspera que al encogerte en un rincón notas como el alma se te astilla pero busca remedio… El sonido insistente de una gota que cae sobre el agua cóncava a punto de rebosar… Una puerta que se cierra y te obliga a imaginar.
A veces la belleza es tan intensa que nos golpea la cara con su esplendor y nos deja tan atónitos que no la reconocemos. La confundimos con cualquiera de los malabarismos que nos hace la vista cuando nos dejamos llevar por reglas absurdas que nos dicen lo que es hermoso y lo que no. Otras veces, está disfrazada de angustia, de miedo, de pájaro mojado por la lluvia o de maleta vacía esperando llenarse.
La belleza real, la que a menudo no vemos porque no nos contemplamos con los ojos de la conciencia, está incrustada en los parques infantiles y mira a los niños a la cara cada día. Está en las estaciones de tren y dice adiós con la mano. Se lleva prendida al cordón umbilical y se te ata a los zapatos cuando pisas la hierba. Se te cosió a la falda una tarde cuando fuiste capaz de pedir perdón y se te pegó al pecho el primer día que amaste y supiste que no lo podías remediar. Está en los labios del amigo que te da aliento, en el abrazo delicioso de tu hija maravillosa, en la mesita de noche donde tienes ese libro a medias que cuenta tu historia sin que lo sepa nadie, a veces ni siquiera tú. Hay personas que la llevan impregnada por todas partes y no lo saben. La desprenden cada vez que se te acercan y encuentran la palabra que necesitas escuchar o te preguntan qué te pasa. La tienen los que bailan, los que ríen, los que sueñan con decirte que te quieren y nunca se atreven porque piensan que tú no sientes nada. Está en un grano de arena y en la torre más alta que rasga el cielo si en ella hay alguien que sueña y mira hacia abajo imaginando que vuela.
Aunque la belleza más ignorada siempre es la propia. La que está metida en cada una de tus espinas y escamas. La que te come el alma a bocados si no la sueltas. La que escondes tras unas gafas o un gesto adusto. La que no puedes ver porque estás ocupado buscándola en otros rostros que parecen perfectos pero que están deshabitados. La belleza propia es tímida, remolona. A veces llama a la puerta de tu conciencia y te pide que la saques a caminar, que la muestres al mundo, que la reconozcas. Tiene un tacto rugoso pero agradable. Huele a tierra, a mañana imperfecta, a café con espuma, a salitre de marea baja y flor común de tallo grueso. Una de esas de color amarillo que los niños le dan a mamá para que se la prenda entre la oreja y el pelo. Esa belleza que sabe a beso largamente esperado, a galleta, a uva de fin de año y al vino de la cena de una noche perfecta… Y tiene la cara que sueñas tener, si te amaras como debes, si te disculpas las faltas y te contemplas con los ojos del tiempo.
Aunque no la veamos no importa, ahí sigue. La belleza de verdad te busca a ti, siempre se hace más grande con el tiempo, aumenta de tamaño y se desparrama. Invade tu espacio y lo toca todo hasta que se te hace imposible no encontrarla…
Y un día cualquiera, vuelves la vista y topas con ella y ves que es enorme y es tan grande que te abraza.
Está en lo más diminuto y en lo más rotundo. En lo más absurdo y lo más importante. Es un pedazo de pan, un trozo de mar que recorta el horizonte, una tela de araña, una voz que te canta para que duermas o una guitarra que suena en la memoria. Es un recuerdo al que aferrarse, una tarde ante un café y un mensaje de alguien que te recuerda que puedes cambiar el mundo si hoy estás con ganas.
Dedicado a Alberto Busquets y Paz Robledo, belleza en estado puro y sin filtros… ¡Gracias!