Una vida… Sin paliativos

Esta fiesta dura poco y no es casi fiesta. Es una carretera corta pero intensa. Está llena de baches y curvas, de rincones oscuros y recovecos perversos. Llena de llanuras y paisajes perfectos. Llena de pequeñas alegrías. Es un morir de risa y luego revivir de puro pánico. Es la montaña y el valle, la violenta sacudida del agua que rebosa la presa y el meandro del río que lame el cauce. El tiempo que se retiene en el ojo la chispa de un artificio, el estallido de la pólvora y el ¡ooh! coreado por la muchedumbre. Una punzada de dolor al comenzar la aventura de existir y otra de cansancio que marca la hora postrera. Y entre ambas, un suspiro, un jadeo… un acorde de guitarra y un paso de baile. Una palabra que te perturba y remueve por dentro, una tarde de risas en el parque y otra de sollozos encogidos. Esa canción que siempre te recuerda lo que fuiste, ese espejo que te dice lo que nunca serás. La conciencia que desdibuja tu pasado y se te acurruca en la espalda y pesa, cuánto pesa…
Una fiesta corta, sin duda.
Como ese instante en que te sumerges en el mar y crees que no podrás soportar que esté tan frío y el de esa mirada cruzada con ese alguien especial en la que el uno al otro os decís “¿Y si?” y luego faltan la fuerzas o no acompañan las circunstancias… o se os escapan los deseos por el patio de luces y encuentran otros amantes más fieros con más ganas o más desesperación.
Una fiesta con espectáculo y máscara. Con entrada para permanecer sentado o subir a escena. Con posibilidad de transgredir y cambiar el papel secundario por el de protagonista, el de tragedia en comedia… el de villano en héroe…, con aplauso clamoroso o sin público.
La realidad nunca cumple las expectativas pero, a menudo, las supera.
Dura poco y mientras dura no es siempre amable. A veces es una espera larga, otras un trance rápido, súbito, trágico… un apurar la esquina antes de cruzar la calle y saber que se acaba el mundo, tu mundo… y un saber que al otro lado empieza algo nuevo, mágico, inesperado. Un golpe o una caricia. Nunca se sabe que depara la ruleta.
Es ese zambullirse en el agua en doble salto mortal. Un espasmo, un guiño, un roce, un portazo, una contracción… Y también un grito, un beso, un chasquido, el sonido de una cremallera que se cierra y el de un tren que marcha.
Ese lapso de tiempo en el que acabas de saber que él también te quiere y la felicidad es inmensa, rotunda, desorbitada.
Y notas que ese instante se esfuma y hay que apurarlo. Lo inspiras con ansia, para que no se escape y te pertenezca siempre. Y la arena de ese reloj no se detiene y esa sensación única se evapora y pasa a ser un recuerdo, ya no lo manipulas, ya no te habita… más que en un rincón de tu cabeza y se ha integrado en ti.
Suplicas que vuelva. Anhelas recuperar esa sensación maravillosa… y entonces te das cuenta de que si pudieras revivirla a cada momento, ya no existiría de la misma forma. Su gran valor es efímero. Su sentido real es que sea fugaz. Que se desvanezca, que se acabe… que sepas que nunca se va a repetir de la misma manera. Que tengas claro que si no lo absorbes totalmente en la memoria, dejará de existir. Y aún así, ya es pasado. No cabe la duda, hay que devorar la vida.
La fiesta es efímera y justamente por eso debe ser una fiesta.

La solución a la cultura de lo efímero : obsolescencia política programada

Leía hace unos días en La Contra de La Vanguardia, espacio que me reserva siempre grandes momentos de lectura, que los electrodomésticos y aparatos electrónicos está programados para morir.

Las lavadoras, las bombillas, las neveras… alguien hace un tiempo me dijo que incluso lo estaban los zapatos que llevamos, que empezaban a degradarse a los dos años. Esa es la forma de obligarnos a renovar, a comprar, a consumir… un círculo vicioso de gasto en el que todo debe caducar para asegurar el futuro de las marcas. Cierto que se le añaden otras consideraciones como los materiales biodegradables y ecológicos, en parte necesarios pero que también sirven para justificar la cultura de lo efímero, lo caduco.

Decía el entrevistado, Benito Muros, que le debemos la cultura de lo efímero a la Revolución Industrial. Todo lo que caduca y rápido está de moda. Desde hace años que se valora lo “fresco”; la juventud, la premura, lo que se consume de pie y sin paladeo. Todo lo que provoca estrés y va en contra de detenerse a pensar y valorar cómo nos afecta emocionalmente. Tenemos que generar necesidades de consumo para estar ocupados y vivir de prisa, con mecha corta y gran explosión. Ya no se valora lo duradero, lo reflexivo, lo maduro.

En esta sociedad más angustiada por llegar a la meta que por vivir la carrera, vivimos un recambio constante de ídolos, de metas, de búsquedas… de temas de debate… porque lo queremos todo y queremos ya a toda costa. Sólo hay que mirar los titulares de la prensa para darse cuenta. Un día vamos a muerte con un tema y, dos respiros después, apenas le reservamos un pequeño espacio de negro sobre blanco.

Y ante eso, la crisis nos ha dado una patada en la cara. Nos ha dicho que no mandanos en nada, que la meta está tan lejana que si no miramos por dónde pisamos caeremos en una zanja. Nos ha dejado claro que los jóvenes son igual de vulnerables que los viejos, que los ricos pueden ser pobres mañana… que los esquemas cambian… A nivel laboral, la crisis nos dice ahora que la producción no son mil personas en una fábrica sino treinta ante un ordenador en su casa. Que no se valora la cantidad si no la calidad. Que habrá que aferrarse a valores eternos y rebuscar en el baúl de las virtudes olvidadas porque la cultura de lo efímero nos lleva a la inexistencia. Recuperar las formas… 

Que si vivimos como si fuéramos un número y consideramos así a los demás, un día, nosotros también lo seremos.

Lo único que no es efímero ahora es la clase política. Está casta endogámica transversal entre todos los colores e ideologías se perpetua siempre. Si le sigues la pista a cualquiera que haya gobernado nuestras vidas ni que sea en una pequeña parcela de poder, le hallarás sentado en otra silla mullida o sentando cátedra desde otra tarima. Ellos, todos, inventaron la cultura de lo efímero, la obsolescencia programada para mantenernos ocupados, abúlicos, cansados, consumiendo cartuchos de vida uno tras otro… comprando sin cesar para mitigar vacíos.

Tal vez porque la casta política, en general, sí debería poder programarse para desaparecer. Para pasar ocho años en el poder y, un día venturoso, levantarse, mirarse al espejo y darse cuenta de que vuelven a ser personas comunes. De esas que saludan sin buscar votos, opinan con matices sin obedecer a doctrinas y admiten errores.

¡Qué bien nos iría si la obsolescencia programada fuera para ellos y no para nosotros y todo lo que nos rodea! Una excelente forma de acabar con lo corrupto.