Si te escondes…

Si te escondes…

Si te escondes, te borras del mundo…
Si lo escondes, te estalla en la cara, te deja seco cuando empiezas a andar hacia el que crees que es tu destino.
No hay destino dulce para quién no saca la basura del pasado.
Si te lo callas, se te acumula dentro y se hace una cabaña, una casa, un palacio que crece y lo conquista todo a su alrededor.
Si te quema, siempre queda una brasa, siempre te perfora porque no lo sueltas…
Cuando te aferras a algo, se te pega, se te impregna y ocupa tu lugar. Habla por ti. Sueña por ti. Decide por ti. Todo lo que cargas y arrastras, se pone tus zapatos y ocupa tu vida. Se cuelga tus medallas, bebe tus copas, besa a tus amantes y sale a pasear con los tuyos al lado del mar.
Lo que asfixias y sofocas, encuentra salida. Desborda el cauce, llega al mar, arrastra tu conciencia, tus recuerdos hermosos, tus ilusiones reprimidas… El dolor siempre supura, siempre busca salida, siempre se dibuja en las facciones… Siempre araña tus paredes interiores con sus garras exhaustas de querer liberar…
Lo que no quieres ver siempre brilla más, siempre grita más, siempre huele tanto que aturde tus sentidos… Su aroma intenso se cuela en tus poros, invade tu ser y te obliga a mirar.
Y si no lo miras, te sujeta de la garganta, te comprime el pecho y te invade los ojos hasta que te llega el mensaje “estoy aquí”. Y siempre está, aún cuando lo evitas y buscas caminos donde no encontrarlo…
Cuanto más cierras lo ojos más aparece en tus pensamientos…
Cuanto más lo esquivas, más vuelve a ti.
Cuanto menos pronuncias su nombre, más reverbera en tus oídos.
Si lo niegas, se reafirma.
Si lo pisas, crece.
Si lo escondes, se convierte en gigante.
Devora tus lamentos… Tus quejas lo hacen enorme, rotundo, macizo… Lo engordan hasta estallar. Y cuando estalla, se dispersa y subyace en todo, lo cubre todo de imposibles y te niega, te paraliza, te convierte en invisible.
La única forma de vencerlo es tocarlo. Es acercarse, mirarlo a la cara, encajar lo que dice, escuchar sus palabras, aprender sus lecciones y dejarlo marchar.
Tomar las riendas y domar a la bestia. Montarse en sus penas y susurrarle al oído que es la hora de dejar de llorar. Calmar su sed, abrigar su frío… Cogerla de la mano y compartir sus miedos.
Abrir la cerca e invitarla de salir. Que salga, que corra, que vaya lejos y que vuelva cuando ya no le quede una pizca de dolor…
Huir es siempre postergar el dolor, adormecer al miedo para que no grite… Cerrar la herida en falso sin limpiar, tapiar sin sacar la basura… Reír sin haber sacado las lágrimas acumuladas… Empezar de nuevo sin antes haber podido acabar…
No puedes comprometerte contigo mismo si todavía no te amas.
No puedes amarte sin no conoces, si no te perdonas.
No puedes perdonarte si te escondes.
ESCONDITE
 
 
 

Volver…

Ha vuelto. Y viene con ganas de risa.

Lleva puesta la misma falda que el día en que se fue y el alma le dio la vuelta. Soñó con volver, pero sabía que no podía hasta haber dejado de lado todo lo que le sobraba.

Ha vuelto y parece hambrienta, ya no enfadada, ni peleona. Sus días de batallas absurdas han terminado. Ahora lucha con ella misma y siempre gana. Gana al cansancio, a las penas atraídas por los momentos bajos. Gana incluso a las caras agrias que no soportan que los demás sobrevuelen el tedio y se levanten al alba para empezar a caminar.

Ha vuelto y quiere quedarse. Sus ojos buscan incansables reencontrar aquellos antiguos lugares donde sus pupilas tristes descansaron para volver a mirarlos ahora y ver de qué color son realmente. Ahora que la tierra no se tambalea a sus pies y sus tobillos son firmes. Ahora que imagina imposibles y los ve razonables. Ahora que consume sueños y consigue no caer cuando no se cumplen… De momento.

Ha vuelto. Y ya no es de mármol transparente. Es de piel suave y caliente. Se ha quitado mil capas por el camino y sólo le queda la esencia. Ha descubierto que tiene una capacidad inmensa para permanecer despierta mientras dura la fiesta y dormir sin cerrar los ojos mientras dura la tormenta.

Ha aprendido a amar la tormenta. Ha paseado bajo la lluvia y ha echado raíces en la tierra más yerma que ha encontrado.

Ha jugado a perder para ganar. Ha vaciado su bolsa de viaje y se ha arrancado los galones para quedar sin pasado, para empezar otra vez a dar vueltas en la noria. Ha soñado que no existía nada y lo ha recuperado todo a base de imaginar que podía. Y ha podido. Ha descubierto que es poderosa.

Ha vuelto. Y ya no necesita ponerse la careta de fiera. No le hace falta porque cuando se la quitó hace poco descubrió que su rostro no era ya el de niña perdida. Ya no tenía la cabeza gacha y ese gesto temeroso que invitaba a los desalmados a clavar las uñas en su piel pálida y despojar su inocencia. No quiere causar espanto para que los que dedican sus vidas a causar malestar ajeno la dejen en paz. Ya no le afecta lo que le digan, no necesita protegerse más que con su mirada satisfecha, sus palabras ágiles y acertadas y su ironía fina. Sus zarpazos desafortunados siquiera la rozan. Los mira de lejos y le parecen gatos en un tejado intentando arañar las nubes sin saber la razón.

Ha vuelto y su cabello es más largo y sus tacones más altos.

Ahora se busca y le gusta lo que ve. Lo quiere todo, pero sabrá aceptar una pequeña porción hasta encontrar la manera de conseguir el resto. No le importa lo que cueste, no le importa lo que tarde, sólo piensa en la recompensa. Acaricia su sueño. Lo nota. Ha empezado a disfrutarlo antes de tenerlo. Ha aprendido a soñar con todos los sentidos. Vivir su deseo. A tocar el cielo con las ganas. A besar de recuerdo…

Sabe que todo es posible. Esperará cuanto haga falta y la luz del día la pillará bailando y con la mirada sedienta.

Antes tenía miedo. Ahora tiene miedo. La diferencia es que ahora no teme a ese miedo y sale a la calle para buscarlo y mirarle a la cara. Y antes, buscaba un rincón.

Ha vuelto. Y ya no se esconde.

No hay distancia suficiente

Dejó de dar de comer a sus fantasmas. Cerró los ojos y pasó por delante de ellos sin casi respirar. Dejó que aquellas fantasías sobre lo que jamás podría y nunca iba a conseguir acabaran enterradas. Olvidó sus rostros retorcidos y asqueados y se centró en mirar hacia adelante, sin detenerse, sin girar la vista porque sabía que su amor propio era nuevo, frágil, quebradizo…
Caminó cada vez más rápido, más ágil, más incandescente. Una sensación de euforia le invadía cada hueco, cada rincón de su cuerpo diminuto. Respiraba hondo, consumía aire… lo tragaba y convertía en fuego. Deliraba de emoción. Flotaba, sondeaba el aire. Unas lágrimas espesas le lamían la cara y en medio minuto se evaporaban. Era una llama. No podía parar. Sabía que si paraba oiría los reproches y toparía con algunas caras. Notaba aún el aliento de sus temores prendido en su cuello y una garra inmensa sujetándole las ganas. No quería regresar jamás y verse juzgada y escrutada. No quería ser la presa, ni el bocado… ni volver a ponerse en un rincón para no estorbar… ni pedir perdón por levantar la mirada.
Huía. La rabia contenida la empujaba y el miedo a permanecer quieta y ser engullida le daba la mano. Era como un grito, un animal herido que corre poseso buscando guarida.
Y de repente, ya estaba exhausta, rendida, destrozada… ya no podía mover las extremidades ni articular más que gemidos y alaridos, estaba tan lejos que no recordaba de dónde partía… ni lo que buscaba pero sabía que parar era sucumbir… era regresar…
A pesar de todo, los miedos continuaban pegados a su piel y los fantasmas revivían. La cara de la que quería librarse se dibujaba de nuevo en cada esquina.
Y entonces lo tuvo claro. No había distancia suficiente. No podría correr lejos siempre, en algún momento debería parar y tragarse el asco y el pánico. Huía de ella misma. Ella era el depredador y la presa. El fantasma, el crítico más feroz. Ella fabricaba el miedo que se le alojaba en el espalda y se le comía las risas. Ella construía los muros y cerraba las puertas. Ella se arañaba el alma, se arrancaba los goces… los demás eran tan solo la comparsa, la coartada triste para seguir levantado barreras y afilando espadas en la conciencia.
Y supo que tenía que parar y volver. Supo que la única persona con la que tenía que hacer un pacto para abandonar aquella lucha era ella misma. Y dejar de luchar… y levantar la cabeza y aguantar la mirada. Se dio cuenta de que el camino a seguir no se andaba, se maduraba. El viaje que debía emprender era interior y el enemigo a ganar tenía su cara.

Caperucita no se rinde

Caperucita se siente cansada, revuelta y diminuta. Está oculta en un recodo del camino y duda. Esconderse del mundo no es una medida efectiva, ponerse una capa para volverse invisible, agazaparse en un rincón y evitar que las miradas del mundo le caigan sobre los hombros, quizás. Cada palmo del camino está lleno de lobos que acechan con sus lenguas afiladas esperando a destrozarle el destino y amargarle el día sólo para pasar un rato distraído y olvidar sus tabús. Para no recordar mientras su piel cae a tiras, fruto de sus palabras, que la de ellos también está hecha jirones, para olvidar que sus vidas son insulsas…

Ocultarse alivia, no repara daños pero reconforta… y pasadas las horas, se impacienta y la espera alarga la agonía y acrecienta las ansias de los lobos hambrientos que olisquean allí cerca buscándola. Su mirada está cubierta de pánico. Se imagina libre, sin ataduras, sin atisbar sus ojos vítreos ocultos en las esquinas.

Levantarse y enfrentarse a la jauría le supone cambiar un mundo. Como mover una montaña o darle la vuelta al universo. Es un trabajo de dioses. Y ella es una chispa, una pequeña mancha roja y fácil de localizar. Quitarse la capa, caminar hacia la vista de todos y alzar la barbilla para demostrar que su alma está quieta y su conciencia está tranquila, es un sueño.

El pánico es un gigante con pies de barro, aguanta hasta que el valor se lo permite. Y pasado el primer embate, el primer asalto y las primeras dentelladas… se da cuenta de que esos lobos son animales tristes y comprimidos por su necesidad de morder y destrozar, que sus vidas son anodinas y sus “pecados” son tanto o más negros que los encuentran en ella.

A pesar de lo que digan, no merece la pena ceder, ni volverse de mármol, ni de corcho para soportar sus miradas y sus palabras. Merece la pena mirar al frente, aprender a contemplarse en el espejo y no aceptar más palabras que las que llegan para darle aliento. Si la barbilla sigue alta, los lobos aullan más fuerte pero de repente callan. Son cachorros tristes y asustados que intentan clavar las pezuñas para aliviar sus heridas y convertirla en diana para alejar sus culpas… cuanto más sube la cabeza más se acobarda el lobo que la espera para lapidarla y más agacha las orejas. Vistos de cerca y sin atisbo de miedo, le dan pena. Sujetos a sus miserias, pendientes de otras vidas y sin vivir la propia.

El camino es largo. El verdadero triunfo no es que Caperucita se convierta en lobo. Es que siga siendo Caperucita y el lobo no pueda con ella porque no se rinde.