Sin pedir permiso

Vuelta a empezar. Otro año. Otra oportunidad de sacudirse las penas de encima y construir algo nuevo. Algo nuestro, algo hermoso. Poner el contador de angustias a cero y dejar atrás el lastre de todo lo que no salió bien. Que todo lo que no acertamos quede asumido y guardado en la memoria para saber cómo no se hacen las cosas. Pensar que nuestros fracasos han sido necesarios y valiosos. Concentrarnos en el camino que se abre ante nosotros, con sus incógnitas, sus recovecos, sus sorpresas. Pensar que nos espera algo maravilloso. Algo que puede estar escondido tras un episodio de aparente rutina o en la medianoche del que crees es el peor día de tu vida. Los momentos son a menudo como las hojas, tienen reverso… Cuando la cosa se pone fea, tienes que intentar darle la vuelta al lado rugoso y buscar el lado brillante, el lado suave y sin espinas.

Haremos buenos propósitos. Caemos en ello todos. A veces, más por la necesidad de soñar que de conseguir. Por tener metas que nos ayuden a poner el pie en la calle y aguantar sonrisas falsas y zapatos prietos. Para tener un refugio, un plan b ante la nube gris que se cierne sobre nuestras cabezas… Por pensar que un día tendremos el valor de salir de nosotros mismos y existir sin pedir permiso ni perdón. Sin excusarnos por nuestras rarezas.

Seguramente, pasaremos unos días con la mirada brillante, cambiada, intensa. Habremos hecho balance y apuntado en nuestra cabeza algunos retos para este año. Cuánto correr, qué comer, qué dejar, qué asumir, qué empezar, qué terminar, qué pensar, qué o a quién olvidar… Nos pondremos un montón de normas que creemos que nos van a mejorar la vida y empezaremos a andar, con ganas, con ilusión, con la emoción del niño que abre la libreta nueva y la encuentra inmaculada. Ya lo sabemos, en pocos días, estará llena de enmiendas y frases tachadas. El brillo se que nos esculpía la mirada se esfumará por las esquinas…

Descubriremos que tal vez tanto correr… Sin apenas pensar, con tanto que asumir, tanto que borrar… Ese amasijo de propuestas del “ nuevo yo” podría asfixiarnos. Y la nube gris no marcha. Continua sobre nuestras sienes marcando territorio. A veces nosotros mismos nos metemos en sendas insufribles porque no soportamos como somos ni el rumbo que toma nuestra vida.

Queremos ser otros porque no nos aceptamos. Queremos mirarnos al espejo y no ser quienes éramos para poder tener una vida distinta a la que teníamos. Y en lugar de cambiar nuestra forma de ver la vida, nuestra actitud, pretendemos cambiar el sólo paisaje… Cambiar el entorno ayuda, pero la vuelta y media que necesita nuestra existencia se da sólo desde el interior. Porque en realidad el cambio no está en lo que miras sino en cómo lo ves, cómo lo observas, cómo lo almacenas en tu conciencia y lo sientes. Sin embargo, queremos seguir siendo los mismos sin mutar en nada y maquillamos nuestra vida para que parezca otra. Ser otros, con otras caras que no nos recuerden a nosotros pero caer en las mismas rutinas. Queremos otra vida sin dejar la comodidad de ésta, sin arriesgar nada, sin ceder. Queremos ser felices sin levantarnos del sofá para abrir la puerta. Pretendemos tener un pie en cada uno de los mundos por si la nueva aventura no sale bien. Y la aventura nunca sale bien con un pie en el pasado y sin soltar amarras. Queremos dibujar una nueva historia con los pensamientos de la pasada y el dibujo nos sale limitado, torpe, gastado. Seguimos con nuestras emociones antiguas y queremos vivir experiencias nuevas que no nos llenan, porque no salen de nosotros mismos. Porque no las hacemos con nuestra esencia y necesidad, sino con la conciencia de otros. Tomanos emociones prestadas de otras personas porque nos gusta la cara que ponen cuando ellos las viven. Y no nos preguntamos qué nos apetece hacer a nosotros. Vivimos en una galería, en un escaparate donde vendemos una imagen de nosotros que es ficticia y que al final nos resulta asqueante.

Nos forzamos a hacer cosas que no nos hacen sentir bien, en lugar de hurgar en nuestras cabezas, corazones y entrañas para saber qué desean y qué buscan… Y escuchar. Y que digan lo que quieren, aunque sea loco, aunque suponga dar un giro a tu propio globo terráqueo, un vuelco a tu vida planificada… Ese es el cambio. Eres tú. Cambiar de verdad es en realidad ser más tú que nunca. Escucharte. Encontrarte y ser tú con todas sus consecuencias.

Si quieres que te sucedan cosas que no te suceden habitualmente, tienes que hacer cosas que no haces habitualmente. Cosas que de verdad te recuerdan que estás vivo. Nunca nada que te ate o te ponga un corsé que estrangule tus deseos y tus ganas. No para ser lo que quedaría bien que fueras, sino para ser lo que nunca te has atrevido ser, pero te mueres de ganas de intentar.

Y tal vez, en lugar de correr prefieras caminar o bailar o dejarlo todo y acabar en el otro lado de mundo. Puede que en lugar de restringir, lo que te toque sea abrir. En lugar de dejar de pensar, ocupar la mente en algo nuevo. Quizás debas permitir que tus ojos den una vuelta más y se detengan donde nunca lo hacen y encuentren más belleza de la que puedas imaginar.

Y una vez sepas lo que te llena, lo que te define, estará bien esforzarse porque tendrás tu recompensa. No será una recompensa que llegue al final del camino, sino la de cada uno de los pasos que lo conforman porque harás lo que te gusta, porque gozarás cada momento.

Ahora que cambia el calendario, es el tiempo para ser tú mismo, no una mala copia de alguien que un día pensaste que estaría bien imitar. Sondea tus sueños, acalla tus miedos y alivia tus ansias siendo quién sueñas. No tomes prestado el manual de funcionamiento de otros para ser tú. No te confundas con el atrezzo porque tú eres el protagonista. Con nube o sin nube. Sea gris o blanca.

Y cuando te contemples en el espejo, no pretendas ver otros ojos que no sean los tuyos, busca sencillamente otra mirada… Una mirada intensa que te cale y te sorprenda. Una mirada auténtica, sin complejos ni vergüenzas absurdos. Sin aderezos ajenos ni límites. La mirada de alguien que ha encontrado lo que busca y se siente bien en su piel. La mirada de alguien que se hartó de ser sólo la sombra de lo que podía llegar a ser y de tocar sólo el reverso rugoso de las hojas. Sin pedir permiso a nadie.

Volver…

Ha vuelto. Y viene con ganas de risa.

Lleva puesta la misma falda que el día en que se fue y el alma le dio la vuelta. Soñó con volver, pero sabía que no podía hasta haber dejado de lado todo lo que le sobraba.

Ha vuelto y parece hambrienta, ya no enfadada, ni peleona. Sus días de batallas absurdas han terminado. Ahora lucha con ella misma y siempre gana. Gana al cansancio, a las penas atraídas por los momentos bajos. Gana incluso a las caras agrias que no soportan que los demás sobrevuelen el tedio y se levanten al alba para empezar a caminar.

Ha vuelto y quiere quedarse. Sus ojos buscan incansables reencontrar aquellos antiguos lugares donde sus pupilas tristes descansaron para volver a mirarlos ahora y ver de qué color son realmente. Ahora que la tierra no se tambalea a sus pies y sus tobillos son firmes. Ahora que imagina imposibles y los ve razonables. Ahora que consume sueños y consigue no caer cuando no se cumplen… De momento.

Ha vuelto. Y ya no es de mármol transparente. Es de piel suave y caliente. Se ha quitado mil capas por el camino y sólo le queda la esencia. Ha descubierto que tiene una capacidad inmensa para permanecer despierta mientras dura la fiesta y dormir sin cerrar los ojos mientras dura la tormenta.

Ha aprendido a amar la tormenta. Ha paseado bajo la lluvia y ha echado raíces en la tierra más yerma que ha encontrado.

Ha jugado a perder para ganar. Ha vaciado su bolsa de viaje y se ha arrancado los galones para quedar sin pasado, para empezar otra vez a dar vueltas en la noria. Ha soñado que no existía nada y lo ha recuperado todo a base de imaginar que podía. Y ha podido. Ha descubierto que es poderosa.

Ha vuelto. Y ya no necesita ponerse la careta de fiera. No le hace falta porque cuando se la quitó hace poco descubrió que su rostro no era ya el de niña perdida. Ya no tenía la cabeza gacha y ese gesto temeroso que invitaba a los desalmados a clavar las uñas en su piel pálida y despojar su inocencia. No quiere causar espanto para que los que dedican sus vidas a causar malestar ajeno la dejen en paz. Ya no le afecta lo que le digan, no necesita protegerse más que con su mirada satisfecha, sus palabras ágiles y acertadas y su ironía fina. Sus zarpazos desafortunados siquiera la rozan. Los mira de lejos y le parecen gatos en un tejado intentando arañar las nubes sin saber la razón.

Ha vuelto y su cabello es más largo y sus tacones más altos.

Ahora se busca y le gusta lo que ve. Lo quiere todo, pero sabrá aceptar una pequeña porción hasta encontrar la manera de conseguir el resto. No le importa lo que cueste, no le importa lo que tarde, sólo piensa en la recompensa. Acaricia su sueño. Lo nota. Ha empezado a disfrutarlo antes de tenerlo. Ha aprendido a soñar con todos los sentidos. Vivir su deseo. A tocar el cielo con las ganas. A besar de recuerdo…

Sabe que todo es posible. Esperará cuanto haga falta y la luz del día la pillará bailando y con la mirada sedienta.

Antes tenía miedo. Ahora tiene miedo. La diferencia es que ahora no teme a ese miedo y sale a la calle para buscarlo y mirarle a la cara. Y antes, buscaba un rincón.

Ha vuelto. Y ya no se esconde.

Decirte sí

¿Quién sabe si me araña más el alma desearte o cerrar los ojos esperando a que te desvanezcas, para redimir esta desazón inmensa de buscarte en las esquinas?

Esta angustia gigante de verte entre las páginas de los libros, en los quicios de la puertas, en las caprichosas figuras de los manteles y los garabatos de las nubes. Tu omnipresencia perturba mis constantes vitales. Acelera mis ritmos. Me pisa los sueños pero aviva mis neuronas. Me mantiene viva, atrozmente viva y despierta, de noche, devorando oscuridad y quemando oxígeno.

Me da la vuelta y me agita, hasta que me borra las facciones y cambia mi cara. No soy yo, si no te busco y cuando te busco, mi yo es demasiado esclavo. ¿Quién sabe si tanta euforia contenida me cabe en las entrañas? ¿Si podría consumirme yo entera como si fuera una llama?

Mis deseos voraces de tenerte y escucharte aumentan. Busco meterme en uno de tus huecos y esperar a incorporarme a tu risa, a tu deseo, a tu respiración. Mostrarte mis temores más oscuros, mis lágrimas más antiguas, mis cicatrices más profundas.

Besar tu rincón más dolido, encontrar tu botón de la risa… Conocer tu máscara más absurda, digerir tus tragos más amargos. Agudizar tus sentidos con caricias. Decirte sí, mil veces y continuar diciendo sí, hasta quedar dormida.

Buscar tu olor entre las masas, encontrarlo en una esquina y alzar la vista para perderla, sin saber si el cráneo me ha jugado una mala pasada.

¿Quién sabe si me revuelve más las vísceras arrancarte de ellas y perder así el placer turbio que me supone desearte sin tregua o si es mejor para mi corazón borracho de tus palabras catapultarme hacia este amor demente, sin pensar?

Y desear por desear, sin destinarme a ti, sin esperar nada más que seguir esperando, sin saber si habrá roces y miradas… Sin sentirme idiota practicando este ejercicio inútil y estupefaciente que es ansiarte y quererte.

Desgajarme cada día buscando señales en tus pasos, esbozando sonrisas falsas para soportar las muecas tristes. Andar acumulando susurros y palabras, recordando miradas… Pensando si mejor callar o mejor hablar, si buscar entre la arena o esperar a que llegue una ola enorme y se lleve las ganas.

Romperme al poner a raya mi imaginación. Silenciar mi mente para que no te sueñe y hacer que mis ojos no te ladren el desespero que crea tu vacío. La punzada intensa de tu lengua que lacera mi pecho cuando espero una palabra, que nunca llega.

Ansiar por ansiar, prefiero perder las pupilas buscándote la sombra en las esquinas que perder las ganas y la sensación que me produce en las venas la droga que supone amarte.

Cuestión de suerte

Cuestión de suerte

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¡Menuda suerte haber nacido con ganas de más y no saciarse nunca! Levantarse al primer latigazo solar y mirar el mundo con ojos hambrientos. Retener aún esa mirada brillante de niño que todo lo puede y recuperar el placer intenso de todas las primeras veces.

¡Menuda suerte no poder parar de hacerse preguntas e irlas cambiando al encontrar respuestas! Para vivir en el constante reto de saber qué haces en el mundo y cómo cambiarlo. Notarse cansado, vencido, revuelto y alzar la vista para volver a empezar. Saber que la noche siempre se acaba. Que las cicatrices nos hacen sabios.

¡Menuda suerte que casi nada fuera fácil! Que algunas puertas estuvieran cerradas y hubiera que buscar rendijas por dónde colarse. No ser siempre el primero para no sentirse solo y alejado del pelotón. Que el camino fuera largo y tortuoso y haber podido mirar atrás para sentirse satisfecho.

Suerte que las cadenas fueran pesadas y los obstáculos casi insuperables. Que el viento soplara intensamente y la lluvia no cesara nunca. Y saber encontrar el sol…

Suerte haber podido tocar fondo y haber probado el sabor del suelo frío, haber notado el pulso en las sienes y haber sabido que para levantarse hacía falta mucho valor y mucho miedo de permanecer tirado en la cuneta, si no hacías un gesto de ánimo.

Suerte no haber estado en la cima, alejado del mundo, y haber sabido encontrar otras miradas también deseosas, llenas de inquietudes, con las que compartir este trecho complicado.

¡Menuda fortuna saber confiar a pesar de las puñaladas y las decepciones! No haber olvidado credos y tener la certeza de que las personas son lo único.

Suerte haber perdido el tren y haber tenido que aprender a volar para poder llegar al destino. Haber sabido cómo multiplicar panes y peces, acompasar las risas a los temores y alargar las sobremesas en las tardes frías.

Suerte haber tenido miedo, mucho miedo, y también la fuerza necesaria para mirarle a la cara y comérselo, medirlo y convertirlo en poco más que una mascota. Tener memoria selectiva para olvidar el dolor y quedarse con la moraleja…

Haber tenido que dar tres vueltas más antes de poder entrar, haber soñado mil veces más con lo que casi no podía tener y haber descubierto que al final no era imposible.

Suerte haber perdido para valorar ahora tener. Haberse equivocado para saber ahora por dónde no pasar. Suerte inmensa amar sin poder parar y conocer el valor de recibir amor.

Suerte de no ser perfecto para anhelar cambiar y haberse podido reinventar y crecer. Y poder percatarse de lo maravillosa que es esa imperfección. Perdonarse, aceptarse y expiar fantasmas ocultos en los pliegues del alma.

Suerte de tener esta suerte. Suerte de haberse dado cuenta y encontrar las palabras para contarlo.

Un amor menor

Un amor menor

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A veces, nos pasamos la vida pendientes de otras personas. Atentos a su más leve súplica o gemido. Colmando sus pequeñas exigencias, arañando al mundo para cumplir sus deseos. Y no sólo para que sean felices y se sientan bien, sino para complacerlas y hacer que nos miren… que nos vean.

Lo podemos hacer llegar al extremo, al exceso… Sobrecargarnos de la necesidad de existir a través de sus ojos y aceptar sus miradas como las únicas válidas. Cedemos el primer día un minuto de nuestro tiempo y despertamos años más tarde con siglos perdidos de caricias, de respuestas, buscando aprobación y suplicando un cariño que no es tal porque lo hemos dado a cambio de nada… Esa persona ha creído que era gratuito, que no merecía canje. Vendemos nuestra ilusión, nuestras ganas y nuestras inquietudes tan baratas que parece que no merezcan la pena. Y ese reloj que corre para indicarnos los momentos regalados a cambio de indiferencia nos recuerda que lo único que conseguiremos de esa maniobra tremenda que es el borrarse a uno mismo es un «casi amor». Unas migajas de amor que siquiera llegan juntas y el mismo día, están dispersas en el tiempo y el espacio, no cunden… no juntan un puñado de buenos momentos, saben a lágrimas y son bocados entrecortados para alguien hambriento que merece saciarse porque sacia mucho, porque se da por entero y recibe una especie de sucedáneo. Un placebo que procura algunos instantes de euforia porque se parece al cariño, al respeto, a la compañía, pero que es exigencia, cierta tiranía y pura necesidad.

Y no nos queda ni el consuelo de echar culpas. No existen las culpas. La responsabilidad es nuestra, toda. Nosotros cruzamos lineas y toleramos despechos. Subimos montañas imposibles y bajamos a lo más ínfimo por decisión propia. Somos lo que hemos consentido ser.

Y todo eso no sirve para nada. No nos hace mejores, ni más dignos a esos ojos que incansablemente buscamos complacer. Nos hace espectros, sombras, sucedáneos de persona a los que premiar con sucedáneos de amor.

Y parece que no nos queda nada, pero no es cierto. Estamos nosotros mismos, que somos más que esas sombras en las que nos convertimos hace siglos. Somos un mundo por recuperar. Sólo nos hace falta estar en silencio un instante y oír nuestros deseos, nuestros sueños… nuestros pensamientos y saber que merecemos complacerlos. Y recordar que nuestro amor es caro, carísimo. Que por lo menos merece otro amor de igual intensidad para ser regalado. Que el gran reto es vivir a través de nuestros ojos, batallar con nuestros miedos, ejercer de seres humanos enteros.

No se admiten rebajas. No somos saldos. No estamos de oferta. Nos desviviremos por otros, si cabe, pero a cambio de no perder la dignidad. La felicidad no se posterga, ni se regatea. El amor no se vende. Lo daremos todo, pero queremos más… lo que nos toca. No merecemos amores diminutos, no somos un amor menor.

Gracias a Fátima Abril por haber inspirado este post con su blog http://blog.fatimabril.es/