El derecho a discrepar

Cada día es más difícil decir no. Llevar la contraria y saber asumir las consecuencias, en este momento en el que se compran las voluntades tan baratas y se venden a precio de saldo algunas dignidades, es lanzarse a la nada. Hay que adaptarse, sumergirse y bucear entre los tiburones y saber esconderse de vez en cuando para tomar fuerzas y mantener las ideas intactas. Evolucionar y madurar sí, pero mantener firmes los credos. Estamos sujetos al devenir de los acontecimientos, nos supera todo. El pedazo de tierra que nos colinda muta y gira de vértigo; marea, asusta y detiene. Nos deja paralizados y hechos un hatillo. Invita a decir sí y bajar la cabeza cuando en realidad no queremos asentir. Invita a callar y dejarse llevar porque todo es más complicado cuando se decide llevar la contraria. Invita a diluirse. Adaptarse no significa perder la esencia ni renunciar a ser uno mismo. No es resignarse y desvanecerse. Vivimos en una sociedad dónde sólo se permite discrepar a los genios. A las grandes voces y vanagloriadas plumas… que al paso, se vuelven esclavas de esa discrepancia. Se transforman en siervas de su singularidad, obligadas a discrepar para marcar diferencia, para vender algo impactante y nuevo cada día. Y el resto, debemos atenuar la mirada porque pensar distinto nos marca.

Y a menudo, cuando encontramos a alguien con quien discrepar, y sin embargo mantener el diálogo y la buena sintonía, nos sorprendemos. Siempre he pensado que quien no tolera la discrepancia a su alrededor es porque no tiene las ideas claras o no confía en ellas o ha tomado prestados esos principios… Sin embargo, muchas de esas personas hablan y se explican como si sus palabras sentaran cátedra, fueran ley o sentencias inquebrantables. Como si más allá de sus ideas, se acabara el mundo y sólo quedara una tierra de nadie que no se puede explorar… Y es precisamente lo que en muchas ocasiones deberíamos hacer, explorarla. Pasearse en ella y decidir por nosotros mismos. Pensar distinto, arriesgarse a alzar un poco la voz y decir no o tal vez sí pero no tragarse nada. No esconderse. Que no decidan otros lo que para nosotros es bueno o malo, lo que es “normal” o anómalo, lo que tenemos que creer o decidir… lo que nos merecemos o las culpas que debemos cargar. Creo que debemos escuchar siempre y acatar solo de vez en cuando, si lo que nos proponen no nos corrompe la mirada. Se hace cuesta arriba, cierto. Para discrepar y decir no, en esta sociedad enquistada en la crisis, hace falta estar blindado de miedos y ser inmune a la estupidez, hacer cuentas y saber si llegaremos hasta las últimas.

Decir no es durísimo. Asusta. Asusta mucho. A veces, se hace imposible, porque todos tenemos servidumbres… pero conviene intentarlo, dar pequeños pasos… decir pequeños noes si la cantinela no nos convence… dejar pequeñas semillas, subir montañas diminutas. Discrepar es de sabios. Igual que preguntar, rectificar, equivocarse y empezar de nuevo con ganas casi intactas. La discrepancia es a menudo el motor de pequeños y grandes cambios. Los que se han atrevido a discrepar a lo largo de la historia han sido capaces de cambiar su rumbo. Han zarandeado conciencias y derribado muros. Nos conviene recordar que discrepar es un derecho, no un privilegio. Imprescindible no confundirlos.

Incómodamente harto

Harto de las mismas caras tristes y airadas en las noticias. De frases vacías y eslóganes absurdos.

Harto de primas de riesgo y bancos malos. De bonos, de rescates y encuestas. De catálogos.

Harto de excusarse en la crisis incluso cuando la crisis es la excusa.

Harto de anuncios. De caras simétricas. De personas que ríen y caminan por grandes avenidas y lanzan consignas.

Harto de que todo esté a la derecha o a la izquierda y sea blanco o negro, bueno o malo, día o noche. De vivir sin matices.

Harto de ineptos y descastados.

Harto de oír mucho hablar de dinero y poco de compromiso. Mucho de números y poco de palabras. Nada de ética. Nada de sentido común. Nada de valor y mucho de precio.

Harto de definirse en los curriculums como si fueran su código de barras. De repetir que es responsable y que está disponible desde ya.

Harto de buscar ofertas y encontrar saldos.

Harto de noches sin dormir y días dormitando.

Harto de encontrar desidia por la mañana y pasar la tarde intentando despegársela de la espalda…

Harto de que le evalúen y pesen, que le calculen y le pongan en la lista. Harto de sentirse una pegatina.

Harto de tomar una pastilla para olvidar por qué la toma.

Harto de pancartas. De autobuses saturados de carne humana y caras avinagradas. De bocinas, de silbatos, de sirenas, de timbres… Harto de oír gritar al vecino y nunca poder escuchar cantar al gallo.

Harto de planchar las camisas para no sacarse nunca las americanas. De pasar por la vida sin apenas catarla.

De buscar abrazos y encontrar risas forzadas. Harto de querer encontrar un camino y de que todos quieran venderle un atajo.

De buscar sirenas seductoras que cantan y sólo encontrar merluzas.

Harto de amaneceres grises y tardes cobalto. De cansarse de todo y no saciarse de nada. Harto de luna llena y poco sosiego.

Harto de ganas. De deseo de salir de su rutina y colgar las ojeras y las legañas… harto de chismes y voceros. De mentiras y de sombras alargadas. De rituales absurdos y malentendidos.

Harto de buscar la sal en todo y encontrar un mundo insípido.

Harto de eludir espejos y esquivar miradas. De quedarse con los titulares y consumir debates tontos. Harto de ser audiencia.

Harto de repetirse esta retahíla cada día y no ser capaz de decir NO. Insaciablemente harto. Incómodamente harto.