Será mañana

Mañana despertaremos y todo parecerá igual que siempre. Nuestros ojos se perderán entre claros y oscuros, hasta encontrarnos el rostro y ver que nuestras facciones son las mismas. Todo tendrá el aspecto de un día común. Miraremos al sol, si asoma, buscando una señal. Algo que nos diga que el día que nos espera será distinto. Algo que nos permita tomar impulso para saber que la espiral de angustia en la que estamos sumergidos puede tocar a su fin.

Cada sorbo de café tendrá un sabor bastante parecido al anterior. Notaremos como se diluye en nuestra garganta cansada de ahogar gemidos y tragarse palabras. Y querremos no callar, decir lo que pensamos… Sabremos que estamos a punto…¿tendremos valor?

Nos conocemos tanto, que sabremos qué vamos a pensar en cada momento. Las imágenes que nos vendrán a la mente esperando turno, pidiendo paso intermitente… Nos repetiremos las mismas consignas en voz baja para convencernos de que en algunas cosas vamos a tener que resignarnos… Aunque algo dentro de nosotros nos dirá que tal vez deberíamos seguir insistiendo… Odiaremos profundamente esa palabra “resignación” con la toda la fuerza que nuestro ser pueda albergar . Y notaremos que someterse a ella será una agonía lenta, premeditada. Una forma de vaciarse y dejarse llevar por la corriente sin oponer resistencia. Y sabremos que hay que tomar las riendas.

Devoraremos noticias tristes y esquivaremos caras largas y muecas de asco. Buscaremos fantasías en el ordenador para volver luego a meternos en el caparazón de la desidia, acomodarnos a un gesto anodino… Sin esperar nada más que recuperar la esperanza de repetirlos mañana con más ganas, con más convicción, sin el sabor ácido del tedio en la boca.

La rutina se nos comerá las ganas. A mediodía, seremos sombras… Aunque si nos damos cuenta de ello, seremos sombras que aspiran a salir del túnel, a respirar aire puro…

¿Nos atreveremos a imaginar más? ¿o pensaremos que somos demasiado osados si tentamos a la suerte? Creeremos que tal vez no lo merecemos por temor a ser felices demasiado rato y luego echar demasiado de menos esa sensación de euforia…

¿Preferiríamos ser de plástico porque así nada nos dolería? ¿O nuestro corazón es músculo puro, aprisionado en un pecho dormido, deseando latir y despertar?

Cada bocado será más insípido que el anterior. Compartiremos risas falsas con las mismas caras, tendremos las mismas conversaciones con las mismas inflexiones en la voz y en ese momento nos vendrán a la cabeza los mismos pensamientos… Derramaremos las mismas lágrimas.

Mañana suplicaremos con la misma intensidad y vehemencia salir de ese agujero negro de la rutina, de la modorra y la pereza. Subiremos al mismo tren y surcaremos con la mirada las mismas expresiones de rabia contenida ante nosotros.

Bostezaremos como siempre en la misma estación. Siempre bajo la misma luz amarillenta del vagón que lo impregnará todo de un halo amargo y un moho imperceptible. Leeremos el mismo libro, aunque el autor y la historia sean distintos… Sabremos, entonces, que si no hacemos nada, el agua siempre estará estancada y el aire estará viciado.

Y la noche llegará. Nos cubrirá los ojos y las sienes. Un cansancio eterno nos apretará los hombros y nos pedirá rendición. Respiraremos el mismo oxígeno, consumiremos la misma vida, nos sacudiremos la misma lluvia del abrigo, volveremos sobre nuestros pasos.

Aunque a pesar de todo, si nos damos cuenta que ya estamos hartos… Si nos hemos percatado de que ya no podemos más y de que cualquier desatino es mejor que esta espiral oscura y cenagosa… Habremos triunfado. Decidiremos guiar nuestros pies hacia un camino que nos lleve a donde queremos llegar.

Sabremos que vamos a decidir las palabras que pronunciamos y escoger los verbos que conjugamos…

Cerraremos los ojos sabiendo que ese ha sido el último día insignificante de nuestra vida. Será mañana.

El derecho a discrepar

Cada día es más difícil decir no. Llevar la contraria y saber asumir las consecuencias, en este momento en el que se compran las voluntades tan baratas y se venden a precio de saldo algunas dignidades, es lanzarse a la nada. Hay que adaptarse, sumergirse y bucear entre los tiburones y saber esconderse de vez en cuando para tomar fuerzas y mantener las ideas intactas. Evolucionar y madurar sí, pero mantener firmes los credos. Estamos sujetos al devenir de los acontecimientos, nos supera todo. El pedazo de tierra que nos colinda muta y gira de vértigo; marea, asusta y detiene. Nos deja paralizados y hechos un hatillo. Invita a decir sí y bajar la cabeza cuando en realidad no queremos asentir. Invita a callar y dejarse llevar porque todo es más complicado cuando se decide llevar la contraria. Invita a diluirse. Adaptarse no significa perder la esencia ni renunciar a ser uno mismo. No es resignarse y desvanecerse. Vivimos en una sociedad dónde sólo se permite discrepar a los genios. A las grandes voces y vanagloriadas plumas… que al paso, se vuelven esclavas de esa discrepancia. Se transforman en siervas de su singularidad, obligadas a discrepar para marcar diferencia, para vender algo impactante y nuevo cada día. Y el resto, debemos atenuar la mirada porque pensar distinto nos marca.

Y a menudo, cuando encontramos a alguien con quien discrepar, y sin embargo mantener el diálogo y la buena sintonía, nos sorprendemos. Siempre he pensado que quien no tolera la discrepancia a su alrededor es porque no tiene las ideas claras o no confía en ellas o ha tomado prestados esos principios… Sin embargo, muchas de esas personas hablan y se explican como si sus palabras sentaran cátedra, fueran ley o sentencias inquebrantables. Como si más allá de sus ideas, se acabara el mundo y sólo quedara una tierra de nadie que no se puede explorar… Y es precisamente lo que en muchas ocasiones deberíamos hacer, explorarla. Pasearse en ella y decidir por nosotros mismos. Pensar distinto, arriesgarse a alzar un poco la voz y decir no o tal vez sí pero no tragarse nada. No esconderse. Que no decidan otros lo que para nosotros es bueno o malo, lo que es “normal” o anómalo, lo que tenemos que creer o decidir… lo que nos merecemos o las culpas que debemos cargar. Creo que debemos escuchar siempre y acatar solo de vez en cuando, si lo que nos proponen no nos corrompe la mirada. Se hace cuesta arriba, cierto. Para discrepar y decir no, en esta sociedad enquistada en la crisis, hace falta estar blindado de miedos y ser inmune a la estupidez, hacer cuentas y saber si llegaremos hasta las últimas.

Decir no es durísimo. Asusta. Asusta mucho. A veces, se hace imposible, porque todos tenemos servidumbres… pero conviene intentarlo, dar pequeños pasos… decir pequeños noes si la cantinela no nos convence… dejar pequeñas semillas, subir montañas diminutas. Discrepar es de sabios. Igual que preguntar, rectificar, equivocarse y empezar de nuevo con ganas casi intactas. La discrepancia es a menudo el motor de pequeños y grandes cambios. Los que se han atrevido a discrepar a lo largo de la historia han sido capaces de cambiar su rumbo. Han zarandeado conciencias y derribado muros. Nos conviene recordar que discrepar es un derecho, no un privilegio. Imprescindible no confundirlos.

Contra la cultura de la resignación

No nos educan para querernos. Ni en la escuela ni fuera de ella. Muchos maestros, de esos que educan personas y no se dedican solo a trasmitirles conocimientos, lo intentan. Nos explican que tenemos que respetar a todo lo ajeno, las ideas y las personas, pero esa semilla a veces no llega a germinar.

Aleccionamos a nuestros hijos con pautas, muy necesarias, con rutinas, muy básicas, pero deberíamos enseñarles a ilusionarse, a poner en marcha un mundo en el que todo dependa del grado de emoción y pasión que le pongamos a las cosas… Un mundo en el que el esfuerzo tenga una recompensa que dura siempre, el amor propio.

Deberían educarnos para tomarnos la vida con ganas…

Encontrar la dignidad que te da respetarte a ti mismo y mirar el camino recorrido y saber que ha sido duro, angosto, agotador… pero que ha sido nuestro. Enseñarnos a disfrutar ese trayecto y valorar lo que en él se aprende, sus lecciones más dolorosas también… las que te quedan retenidas en ese pedazo de ti que no tiene ubicación física, pero que te rige la necesidad de mejorar.

Deberíamos educar a nuestros hijos para ser pastores y no rebaño. Para ser líderes y no masa. Para conformarse y adaptarse pero sin resignarse. Para que sueñen con elegir sus destinos y no con dejarse llevar y agazaparse en un reducto gris y sin estímulo. Enseñarles a quererse más… apreciando lo que ya poseen y valorando lo que les rodea… y sobre todo, enseñarles a soñar y madurar lo suficiente para soportar no siempre conseguir lo soñado… y no rendirse y continuar y caer y levantarse y al día siguiente ser capaces de buscar nuevos retos sin más ansia que superarse pero sin el agobio de competir con uno mismo… el peor juez y verdugo siempre mora en nosotros…

Deberían educarnos para levantar imperios, pero edificados en el respeto y las ganas de cambiar el mundo. Mostrarnos cómo guiar y liderar y no cómo escabullirse de las responsabilidades y esperar en una esquina a que otros abran paso.

Deberían decirnos que nunca se sabe cuántos pasos hay que dar para llegar a una cima y que después de esa cima llega otra y que lo mejor es lo que recogemos a cada palmo del sendero. Y con quién nos encontramos. Deberían enseñarnos a encontrar personas que nos estimulen, que nos forjen, que nos digan las palabras que necesitamos oír para seguir… no personas tóxicas que nos frenan porque se creen que anclarnos a nosotros les da alas a ellos.

Deberían mostrarnos lo maravillosos que podemos ser y lo mucho que podemos ofrecer y lo más que nos merecemos recibir. Así no nos conformaríamos con menos. No aceptaríamos amigos a medias, amores a medias, responsabilidades a medias… No viviríamos a medias.

Alguien debería decirnos la primera vez que caemos que es un primer paso para alcanzar la meta.

Deberían explicarnos que la ilusión es el motor de todo, el pegamento de nuestra vida. Que es la diferencia entre nacer cada día o morir un poco cada minuto que pasa.

Deberían enseñarnos que la ilusión es la materia básica para generar nuestros movimientos. El material del que se fabrica nuestra vida.