No…

No…

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No… A quedarse sentada deseando probar sin decidir, soñando que pasa sin dar el paso…Tragando noche y suplicando que llegue el día. Viviendo sólo de recuerdo y fantasía. Dejándose siempre llevar por la marea, sin apenas remar contracorriente, sin atreverse a llevar la contraria, sin salir de tus muros y dejar que el sol te cale y te muestre la sombra y te calme el ansia. No a permitir que sólo te acaricie el silencio y el aire viciado de una habitación oscura. A sobrevivir de cuentos rancios con moralejas deprimentes y a comerse el tiempo esperando un castigo por atreverse a ser distinta y dibujar tu misma el camino que pisas.

No… A caminar en círculo, a morderse la cola y entrar en una espiral de quejas que sólo llevan a más quejas que acaban engendrando realidades sórdidas y lágrimas absurdas. A retorcerse de envidia porque otros dan el paso, a minimizar las ganas y cerrar la puerta a nuevas vidas. No a pescar sin remendar las redes y olvidarse de dejar las entrañas en todo lo que hagas. A vivir encogida, asustada, enclaustrada en una mente que apenas imagina, que no se atreve a creer y necesitar, que se traza círculos que no quiere cruzar y comprime sus ideas.

No a recordar hasta caer. A regodearse en el fango de la culpa y serpentear por la orilla de la autocompasión. A llevarse a la boca palabras de reproche y soltar la rabia acumulada en tus esquinas.

No a cubrirse de caparazones propios o prestados para no notar abrazos ni caricias, para no sentir y no perder, para no ser feliz por si se acaba. No a los besos contenidos y almacenados, a los amores a medias, de mentira, de plástico… Amores por horas y de fin de semana. Esos que gastan tiempo y suprimen vida. Que vacían de todo y nunca llenan nada.

No a decir sí a todo sin importar por qué. No a decir no por miedo y falta de esperanza. No a cambiar de amigos cuando sus miradas te reclaman y vender compañía barata a cambio de tolerancia.

No a nada que te haga sentir diminuta, que te convierta en mota de polvo y te haga flotar hasta desaparecer cuando alguien abra una puerta y el aire pase. No a vivir la vida de otros y arrastrar sus penas y amarguras, a verse obligada a aceptar sus credos y superar sus pruebas pendientes.

A ver pasar la conga y oír la fiesta de lejos. No a perder la risa y vivir a través de la ventana. A dejarse comprimir y almacenar para quedar en espera a que otros decidan si te quieren o necesitan. No a reprimir caricias y pasar de puntillas por tus pasiones. No a desterrar a tu deseo y encerrar tus preguntas pendientes para no causar molestia.

No… A callar y bajar la cabeza. A atrincherarse en verdades absolutas e historias viejas. No a opiniones sin matices y a un mundo de blancos y negros sin resquicios por donde encontrar acuerdos.

No a quedarse de brazos cruzados mirando como la vida se escurre y tu mundo se achica. No a mirar desde abajo ni desde arriba, sino de frente y de tú a tú. No a pedir permiso para pensar.

No a nada que duela demasiado y erosione tu dignidad aunque la recompensa sea grata, por si cuando llega te encuentra rota… No a heroicidades absurdas sin más sentido que calmar a las malas lenguas y apaciguar conciencias. No a ser marioneta, ni juguete roto, ni candela olvidada que usar sólo en caso de tormenta. No a soñar sólo posibles y a vivir en una caja de cerillas.

No a demasiada cordura, por si la espera te hace perder el brillo. Por si la locura es tan dulce que dejarla escapar puede ser una condena.

No a intentar encajar a costa de todo y perder la esencia…

No a todo y a nada. 

 

El derecho a discrepar

Cada día es más difícil decir no. Llevar la contraria y saber asumir las consecuencias, en este momento en el que se compran las voluntades tan baratas y se venden a precio de saldo algunas dignidades, es lanzarse a la nada. Hay que adaptarse, sumergirse y bucear entre los tiburones y saber esconderse de vez en cuando para tomar fuerzas y mantener las ideas intactas. Evolucionar y madurar sí, pero mantener firmes los credos. Estamos sujetos al devenir de los acontecimientos, nos supera todo. El pedazo de tierra que nos colinda muta y gira de vértigo; marea, asusta y detiene. Nos deja paralizados y hechos un hatillo. Invita a decir sí y bajar la cabeza cuando en realidad no queremos asentir. Invita a callar y dejarse llevar porque todo es más complicado cuando se decide llevar la contraria. Invita a diluirse. Adaptarse no significa perder la esencia ni renunciar a ser uno mismo. No es resignarse y desvanecerse. Vivimos en una sociedad dónde sólo se permite discrepar a los genios. A las grandes voces y vanagloriadas plumas… que al paso, se vuelven esclavas de esa discrepancia. Se transforman en siervas de su singularidad, obligadas a discrepar para marcar diferencia, para vender algo impactante y nuevo cada día. Y el resto, debemos atenuar la mirada porque pensar distinto nos marca.

Y a menudo, cuando encontramos a alguien con quien discrepar, y sin embargo mantener el diálogo y la buena sintonía, nos sorprendemos. Siempre he pensado que quien no tolera la discrepancia a su alrededor es porque no tiene las ideas claras o no confía en ellas o ha tomado prestados esos principios… Sin embargo, muchas de esas personas hablan y se explican como si sus palabras sentaran cátedra, fueran ley o sentencias inquebrantables. Como si más allá de sus ideas, se acabara el mundo y sólo quedara una tierra de nadie que no se puede explorar… Y es precisamente lo que en muchas ocasiones deberíamos hacer, explorarla. Pasearse en ella y decidir por nosotros mismos. Pensar distinto, arriesgarse a alzar un poco la voz y decir no o tal vez sí pero no tragarse nada. No esconderse. Que no decidan otros lo que para nosotros es bueno o malo, lo que es “normal” o anómalo, lo que tenemos que creer o decidir… lo que nos merecemos o las culpas que debemos cargar. Creo que debemos escuchar siempre y acatar solo de vez en cuando, si lo que nos proponen no nos corrompe la mirada. Se hace cuesta arriba, cierto. Para discrepar y decir no, en esta sociedad enquistada en la crisis, hace falta estar blindado de miedos y ser inmune a la estupidez, hacer cuentas y saber si llegaremos hasta las últimas.

Decir no es durísimo. Asusta. Asusta mucho. A veces, se hace imposible, porque todos tenemos servidumbres… pero conviene intentarlo, dar pequeños pasos… decir pequeños noes si la cantinela no nos convence… dejar pequeñas semillas, subir montañas diminutas. Discrepar es de sabios. Igual que preguntar, rectificar, equivocarse y empezar de nuevo con ganas casi intactas. La discrepancia es a menudo el motor de pequeños y grandes cambios. Los que se han atrevido a discrepar a lo largo de la historia han sido capaces de cambiar su rumbo. Han zarandeado conciencias y derribado muros. Nos conviene recordar que discrepar es un derecho, no un privilegio. Imprescindible no confundirlos.