Cuestión de suerte

Cuestión de suerte

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¡Menuda suerte haber nacido con ganas de más y no saciarse nunca! Levantarse al primer latigazo solar y mirar el mundo con ojos hambrientos. Retener aún esa mirada brillante de niño que todo lo puede y recuperar el placer intenso de todas las primeras veces.

¡Menuda suerte no poder parar de hacerse preguntas e irlas cambiando al encontrar respuestas! Para vivir en el constante reto de saber qué haces en el mundo y cómo cambiarlo. Notarse cansado, vencido, revuelto y alzar la vista para volver a empezar. Saber que la noche siempre se acaba. Que las cicatrices nos hacen sabios.

¡Menuda suerte que casi nada fuera fácil! Que algunas puertas estuvieran cerradas y hubiera que buscar rendijas por dónde colarse. No ser siempre el primero para no sentirse solo y alejado del pelotón. Que el camino fuera largo y tortuoso y haber podido mirar atrás para sentirse satisfecho.

Suerte que las cadenas fueran pesadas y los obstáculos casi insuperables. Que el viento soplara intensamente y la lluvia no cesara nunca. Y saber encontrar el sol…

Suerte haber podido tocar fondo y haber probado el sabor del suelo frío, haber notado el pulso en las sienes y haber sabido que para levantarse hacía falta mucho valor y mucho miedo de permanecer tirado en la cuneta, si no hacías un gesto de ánimo.

Suerte no haber estado en la cima, alejado del mundo, y haber sabido encontrar otras miradas también deseosas, llenas de inquietudes, con las que compartir este trecho complicado.

¡Menuda fortuna saber confiar a pesar de las puñaladas y las decepciones! No haber olvidado credos y tener la certeza de que las personas son lo único.

Suerte haber perdido el tren y haber tenido que aprender a volar para poder llegar al destino. Haber sabido cómo multiplicar panes y peces, acompasar las risas a los temores y alargar las sobremesas en las tardes frías.

Suerte haber tenido miedo, mucho miedo, y también la fuerza necesaria para mirarle a la cara y comérselo, medirlo y convertirlo en poco más que una mascota. Tener memoria selectiva para olvidar el dolor y quedarse con la moraleja…

Haber tenido que dar tres vueltas más antes de poder entrar, haber soñado mil veces más con lo que casi no podía tener y haber descubierto que al final no era imposible.

Suerte haber perdido para valorar ahora tener. Haberse equivocado para saber ahora por dónde no pasar. Suerte inmensa amar sin poder parar y conocer el valor de recibir amor.

Suerte de no ser perfecto para anhelar cambiar y haberse podido reinventar y crecer. Y poder percatarse de lo maravillosa que es esa imperfección. Perdonarse, aceptarse y expiar fantasmas ocultos en los pliegues del alma.

Suerte de tener esta suerte. Suerte de haberse dado cuenta y encontrar las palabras para contarlo.

A esas personas…

A esas personas…

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Me gusta la gente que sabe ver el mérito y el brillo en los demás. Eso los hace grandes, enormes. Son personas que saben ver el talento ajeno y no les asusta; les ilusiona, les abre la mente, les muestra un camino de oportunidades compartidas… Tienen algo que va más allá del ego, se llama autoestima. Se conocen, se aprecian, se encuentran las virtudes y reconocen los defectos y luchan cada día por mejorar. Saben que tener talento cerca atrae su talento, que la inteligencia atrae inteligencia, que el buen rollo atrae buen rollo. Que el triunfo ajeno es el propio. Se mezclan, se alían, se empapan de otros que también sueñan… y algo nuevo se pone en marcha… son imanes que atraen lo bueno. Son insaciables buscando talento, escupen la pereza y encierran las quejas hasta que se hacen diminutas y se evaporan.

Son personas que no temen que nadie les haga sombra, porque saben que tener cerca a un sabio les hace más sabios… que el brillo de los demás jamás les dejará opacos sino que les ayudará a sacar a la luz sus habilidades. Jamás he conocido a una persona inteligente que se rodee de personas estúpidas, que no tengan estímulo o ganas de hacer cosas nuevas. Los inteligentes de verdad, aquellos que se guían por la razón pero también por las emociones, buscan personas con energía, con ganas, personas que convierten las pequeñas cosas en aventuras… que crean hábitos y saben cómo no caer en la monotonía porque saben cómo reinventarse la vida a cada paso. Esas personas que no ven obstáculos sino retos, las que miran un desierto e imaginan un mundo… que usan un arma poderosa llamada intuición. Son gente elástica, que se adapta pero que sabe volver a su forma original si es necesario.

Son personas que construyen, que unen, que buscan palabras y diálogo. Defienden sus ideas pero saben ceder. Saben que son falibles y vulnerables pero lo utilizan para crecer… Se pegan a lo bueno y lo aplauden. Comparten, observan como lechuzas, se enamoran de lo que les rodea, toman nota… rectifican, almacenan sensaciones, ahuyentan miedos después de meditarlos y reconocerlos… caminan sin parar. Suben montañas de papeles, de facturas, de rocas afiladas, de arenas movedizas, de miradas de envidia, pero no se detienen más que para tomar aire y contemplar. Crean, generan, aman. Y ven ingenio en un mar de mediocridad, un diamante en una ciénaga… encuentran la palabra amable en el discurso victimista y demoledor… y cuando están agotados, sonríen por si más tarde el cansancio les vence y se olvidan.

Me gustan esas personas porque brillan en la oscuridad. Su brillo no cesa, a pesar de que algunos intenten mitigarlo y esconderlo, lo oculten en el último rincón del lugar más alejado… su luz siempre se cuela por el resquicio de una puerta, traspasa las paredes, derriba muros. Ese brillo no puede esconderse, lo llevan escrito en la cara e impregna cada cosa que tocan porque hacen magia.

Amor y otras rarezas

Amor y otras rarezas

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Te agota. Te deja vacío. Te encoge… a veces te suprime. Te convierte en marea obligada a subir, bajar y volver a la orilla. Te aniquila otros pensamientos.
Te sacude, te hace tiritar y desvariar… Te confunde los horizontes y las perspectivas… te electriza. Te engulle, te regurgita… y , sin embargo, vuelves a por más sin esperar remedio.
Hace que un mundo entero te resbale sobre los hombros y que un guiño amable te arañe las pupilas. Te deja pequeño, en un rincón, esperando castigo… y te hace enorme, te agranda las ansias… te hincha… hasta que sales volando con tus divagaciones… hasta que tocas el suelo y queriendo rendirte… te levantas para reiniciar batalla.
Te condena y te absuelve… te disuelve. Se ríe en tu cara y te hace cómplice de la ironía.
Es un ahora sí, ahora no… ahora nada… quizás luego… o nunca.
Un grito contenido en la garganta esperando salir sin encontrar el momento. Un temor delicioso, un palpito dulce… un mordisco amable… uno de esos dolores inevitables. Un ardor insoportable.
Te irrita… se te clava. Te anula…
Es un caer y levantarse para volver a caer y notar el escozor de las heridas en las rodillas. Un decir “nunca más” y saber que mañana regresas a ese baile sin pausa. Sin control. Sin medida. Sin voluntad.
Es un golpe seco en la mandíbula. Un rayo que te atraviesa en canal y te deja mustio y deshidratado… un remolino de hojas secas imparable que te arrastra.
Y también te hace salvaje y hermoso. Te revuelve las entrañas y las coloca en su sitio. Te acaricia, te aviva… te estremece y deja loco… te busca y te encuentra. Te renueva las ganas y se come tus penas. Te devuelve los años, te agiliza las horas… te hace elástico y sublime. Te regala sueños. Te convierte en pájaro y te coloca en un trapecio. Te hace un dios diminuto que implora el rezo. Te transforma en pez desesperado que busca contracorriente un destino distinto, sujeto a un cauce que le queda pequeño.
Hace que no seas ni rico ni pobre, ni esclavo ni dueño, ni joven ni viejo… Hace que vuelvas a nacer y que todo el aire del mundo se comprima en tu pecho.
Te regala la vida, te esconde los miedos. Te da la fuerza para subir a cualquier cima y poder caminar sin tocar el suelo.
Te cura las pequeñas señales del tiempo, las heridas y los surcos diminutos en la piel que marcan tus batallas. Te borra los sustos y las ojeras. Te esculpe el cuerpo a bocados. Con su dedo índice te cuenta las pecas. Te bebe las lágrimas. Te llena de sueños. Te devora los complejos.
Una de esas rarezas únicas que cuando suceden hacen que se detenga el tiempo y que nada más ya tenga sentido.

Hormigas y Cigarras

Vivimos en una sociedad que potencia la mediocridad, se alimenta de ella. Está basada en el principio de la anestesia… en mantenernos dormidos y agotados para que no se nos ocurra salir de esa modorra inmensa, una especie de matriz gigante que engendra seres abúlicos y tristes y los suelta al mundo privándolos de esperanza. Una vez en él, los mantiene ocupados y exhaustos para que no piensen, para que no se detengan a decidir si les gusta, les apetece o les satisface. Parece que todo lo que nos rodea ayuda a caer en el desánimo, la pesadumbre… el mínimo esfuerzo… en el chiringuito montado para que la cigarra patee a la hormiga y la contemple luego muerta de risa… y ante el panorama, la hormiga, a menudo se vuelve vaga y remolona. Se transforma en un ser mediocre. De vez en cuando, algunas voces sabias, nos hablan de hormigas que tras mucho luchar, han salido de esa apatía, han logrado vencer el desánimo y subir el peldaño… se han colado en el mundo perverso de las cigarras… y lo han mutado y mejorado… Entonces, un atisbo de entusiasmo, nos recorre el cuerpo de hormiga cansada… “el sueño es posible” “ yo puedo”… y dura poco, hasta que otra hormiga un poco más grande que nosotras, venida “a más” nos hace bajar hasta en principio de la escalera… nos hace sentir culpables de haberlo intentado… culpabilidad… qué palabra tan horrible… deberían borrarla… lo aniquila todo…

Incluso hay hormigas mezquinas que cuando ven que otras hormigas como ellas, con esfuerzo, ilusión y un aplomo increíbles han empezado a brillar… usan todas sus energías para denostarlas. Las hacen sentir diminutas, inútiles… les dicen que nunca deberían soñar con dejar de ser mediocres… no se dan cuenta de que el triunfo de esas hormigas motivadas es el suyo y de que desperdician energía impidiendo brillar a otras, cuando podrían usarla intentando brillar ellas. Les aterra pensar que otras pueden y lo consiguen. Tanto esfuerzo malogrado…

A veces, somos hormigas caníbales. Engullimos al vigía que nos lleva al final del camino, pisoteamos todo lo que encontramos en él. No lo disfrutamos lo suficiente porque estamos encogidas,dormidas, asustadas ante nuestras propias capacidades y nuestras ansias de volar… nuestros miedos nos limitan. Nuestras limitaciones nos convierten en mediocres. Y la mediocridad lo acaba devorando todo… nos encuentra ella sola las excusas para no despertar, nos allana el camino del inmovilismo, nos ata a ras de suelo y nos corta las alas.

A menudo somos mediocres porque nos hemos dejado… Aunque hay esperanza, cualquier mediocre motivado llega más lejos que un genio al que ya no le quedan ganas… y hay muchas hormigas aún haciendo cola para subir la escalera…

Contra la cultura de la resignación

No nos educan para querernos. Ni en la escuela ni fuera de ella. Muchos maestros, de esos que educan personas y no se dedican solo a trasmitirles conocimientos, lo intentan. Nos explican que tenemos que respetar a todo lo ajeno, las ideas y las personas, pero esa semilla a veces no llega a germinar.

Aleccionamos a nuestros hijos con pautas, muy necesarias, con rutinas, muy básicas, pero deberíamos enseñarles a ilusionarse, a poner en marcha un mundo en el que todo dependa del grado de emoción y pasión que le pongamos a las cosas… Un mundo en el que el esfuerzo tenga una recompensa que dura siempre, el amor propio.

Deberían educarnos para tomarnos la vida con ganas…

Encontrar la dignidad que te da respetarte a ti mismo y mirar el camino recorrido y saber que ha sido duro, angosto, agotador… pero que ha sido nuestro. Enseñarnos a disfrutar ese trayecto y valorar lo que en él se aprende, sus lecciones más dolorosas también… las que te quedan retenidas en ese pedazo de ti que no tiene ubicación física, pero que te rige la necesidad de mejorar.

Deberíamos educar a nuestros hijos para ser pastores y no rebaño. Para ser líderes y no masa. Para conformarse y adaptarse pero sin resignarse. Para que sueñen con elegir sus destinos y no con dejarse llevar y agazaparse en un reducto gris y sin estímulo. Enseñarles a quererse más… apreciando lo que ya poseen y valorando lo que les rodea… y sobre todo, enseñarles a soñar y madurar lo suficiente para soportar no siempre conseguir lo soñado… y no rendirse y continuar y caer y levantarse y al día siguiente ser capaces de buscar nuevos retos sin más ansia que superarse pero sin el agobio de competir con uno mismo… el peor juez y verdugo siempre mora en nosotros…

Deberían educarnos para levantar imperios, pero edificados en el respeto y las ganas de cambiar el mundo. Mostrarnos cómo guiar y liderar y no cómo escabullirse de las responsabilidades y esperar en una esquina a que otros abran paso.

Deberían decirnos que nunca se sabe cuántos pasos hay que dar para llegar a una cima y que después de esa cima llega otra y que lo mejor es lo que recogemos a cada palmo del sendero. Y con quién nos encontramos. Deberían enseñarnos a encontrar personas que nos estimulen, que nos forjen, que nos digan las palabras que necesitamos oír para seguir… no personas tóxicas que nos frenan porque se creen que anclarnos a nosotros les da alas a ellos.

Deberían mostrarnos lo maravillosos que podemos ser y lo mucho que podemos ofrecer y lo más que nos merecemos recibir. Así no nos conformaríamos con menos. No aceptaríamos amigos a medias, amores a medias, responsabilidades a medias… No viviríamos a medias.

Alguien debería decirnos la primera vez que caemos que es un primer paso para alcanzar la meta.

Deberían explicarnos que la ilusión es el motor de todo, el pegamento de nuestra vida. Que es la diferencia entre nacer cada día o morir un poco cada minuto que pasa.

Deberían enseñarnos que la ilusión es la materia básica para generar nuestros movimientos. El material del que se fabrica nuestra vida.