Sólo queda un escalón

Aquel escalón de la entrada que era enorme y descomunal ahora es chico. Aún conserva algunas muescas en las esquinas y tiene las baldosas agrietadas… Pero es el mismo, ahora visto a través de unas pupilas adultas, sin miedo pero sin magia.

Mamá era aquella casa. Cada esquina y cada rincón huelen a ella, retienen su esencia… Retienen el sonido de sus pasos, conservan el toque de sus manos… El quicio de la puerta tiene escrito su nombre. Allí había esperado muchas tardes de verano ver regresar a su padre. Le divisaba en el horizonte por su forma de andar, su gesto cansado y su cabeza gacha. Una figura tristona y recortable en el infinito… de la medida del dedo pulgar… Papá era el resto del mundo. El abismo, lo desconocido, lo que estaba por llegar, el futuro, no tenia lugar. El viento se acerca hasta la puerta y el sueño se desvanece en un leve parpadeo… todo se acaba, todo se escapa de sus manos, todo se revuelve. Una risa infantil se apaga, se funde con un suspiro adulto.

Lo único que queda es un escalón. Más pequeño que antes, más gastado por los días, distinto… Pero le sirve de ancla. La conecta al pasado, le recuerda que hubo otros momentos y que ella fue otra persona, menos ajada pero más inquieta.

El tiempo pasa rápido. Se nos come los días, nos apacigua las ansias, nos devora y consume algunos recuerdos. Nos agrieta por dentro y por fuera… pero nos calma. No cura nunca, reseca. No borra, aplaca. Nos señala con el dedo y nos arrastra a otro día y nos pone a cero el alma… Para empezar de nuevo. Todo lo consume y lo marchita. Devasta lo hermoso y juega con ventaja.

El tiempo camina si callas y si paras. El tiempo cabalga si te detienes a llorar y lamentarte y cuando necesitas sosiego… baila. Vuela, se ríe en tu cara. Agoniza y revive. Se escabulle, jamás se estanca. Nunca es cómplice, ni se acompasa a tus inquietudes, nunca cede…

El tiempo engulle vida hasta que se atraganta. Lo hace todo más sabio y pequeño. Te arrodilla y desgasta. Y esta tarde de noviembre fría y soleada, que se acaba en un par de latidos, forma ya parte de la nada.

El tiempo es el escalón que permanece mientras todo lo demás escapa.

Retrato de una fiera

Voy a hablar de mi abuela. Un relámpago, un trueno. Un poderoso animal, cansado pero peleón. Un árbol sin hojas, pero de ramas fuertes. 

Soy la última persona a la que miró en la vida, medio minuto antes de que la morfina le nublara las pupilas cansadas y ya borrosas por unas cataratas que nunca se operó… Las listas, ya se sabe, son largas y no privilegian a los ancianos.

Mi abuela, 95 años de cuerpo cansado pero sano, sano hasta al final, sólo doblegado por una neumonía primaveral .

95 años con ganas de arañar momentos de vida aún… hasta el postrero. 95 años de pensamientos y contradicciones, de lecciones tristes y carcajadas, de pasos en falso, de miradas certeras… 95 años de pelea y genio, mucho genio, y lengua larga…muy larga, que me lo digan a mí, que me la dejó en herencia.

95 años de batalla sorda contra adversidades y pequeños inconvenientes, tragándose las ganas de relajo y las intenciones, buscando respuestas y olvidando ya casi las preguntas. Son muchos años para quien se ha tragado una guerra, ha dejado su casa y se ha reído del mundo que se reía de ella… muchos años para continuar sonriendo y buscando pequeños retos. 95 años cargando la historia de un país, recontada mil veces… con heridas abiertas y sollozos silenciados.

Mi abuela es un recuerdo agridulce. Una tarde de historias y otra de reproches. La mirada esquiva de una anciana sabia que te mira y te cala y te dice lo que no te gusta… y nunca gusta.

Es un golpe en la cabeza que te pone en tu sitio, una bocanada de realidad en un aire superficial y cosmético … un plato de lentejas en un mundo de platos pre-cocinados. Un jersey de lana, una camisa planchada… una silla de mimbre rota, un molinillo de café.

¿Qué se le puede contar a alguien que ha vivido 95 años y lo ha enterrado todo? Alguien que ha dicho adiós mil veces y que se ha tragado mil palabras… alguien que ha dejado de dormir mil noches y se ha sentido morir mil veces más. Alguien roto y cosido mil veces, que se tiene en pie porque la mala leche es más fuerte que la parca. Mil veces más fuerte…

Mi abuela; un búnker, una roca, un ejército imbatible. Asida a la vida porque pertenecía a una generación que no buscaba excusas, actuaba. Porque la educaron en el verbo, no en el substantivo.

Mi abuela; arbusto de margen resistente, soldado de trinchera, camino recto. Tierra indómita. Me dijo adiós con los ojos. Esbozó una pequeña sonrisa y bajó la guardia, por última vez. Se fue luchando, plantando cara, echando el resto… contenida, cansada pero serena… como solo lo hacen las grandes fieras.

Pasaría una tarde de domingo como ésta… moliendo café… y si leyera esto diría que soy faltona, “hirienta” y deslenguada… ¡Y sería cierto!

Sirva este pequeño retrato un poco «faltón» como homenaje a todos aquellos que como mi abuela se tragaron un guerra y la sobrevivieron.¿Vamos a rendirnos ahora nosotros?