El oficio de periodista se ha puesto casi imposible. Siempre fue deporte de riesgo, ya no por ir de corresponsal de guerra donde muchos compañeros se han dejado la vida, si no por el día a día en las redacciones. Los periodistas siempre hemos estado sometidos a algo, sujetos a una llamada incómoda de algún político de turno que, mande o no mande, quiere hacer una demostración de poder enviando a un pobre plumilla al banquillo. El poder mal gestionado y mal entendido es como el vino peleón, emborracha sólo con olerlo. Y nosotros somos una presa fácil y minúscula. Las mentes poco lúcidas siempre han pensado que silenciando al mensajero se acaba haciendo callar a todo un pueblo. ¡Qué gran tentación!
Siempre hemos andado en terreno minado de intereses, de preguntas incómodas, de respuestas inadecuadas… a veces una entrevista es una lotería y matar al mensajero es la mejor forma de sofocar la pataleta de niño chico y querer quedar como un señor.
Ahora, sin embargo, ya no basta con calzarse las botas de hundirse en el fango, ahora el ataque a la profesión es sistémico. La socorrida crisis se está convirtiendo en una coartada perfecta para desahuciar a los mensajeros, a los testigos de todo aquello incómodo. Pasa en todos los sectores, es cierto, por desgracia, la situación de las arcas públicas y las no públicas está devorando todo lo que hasta hace unos días era sagrado. Cierto, quizás mucho de lo sagrado o intocable jamás debió serlo. Habíamos cebado muchas vacas absurdas hasta convertirlas en sagradas y ahora, hay hambre y vamos a comérnoslas. A pesar de todo, no nos engañemos. No todo es prescindible, no todo es tocable, hay lineas rojas y a menudo se cruzan. Se cruzan en la educación, en la sanidad y han empezado a cruzarse en los medios. Mientras tanto, otras vacas siguen echando mano de lo público sin temor a sufrir escasez.
La crisis va a ser la comadrona de todo lo bárbaro y va a sacar a flote actitudes intolerantes y obtusas. Todo empezó con “no se admiten preguntas” y acabará con que ya no quede nadie para hacerlas.
Y lo más divertido de todo, si es que en este escenario que compartimos todos hay espacio para la risa colectiva en el ámbito laboral, es que las preguntas nunca han sido el problema.
Todo buen periodista lo sabe. Y también lo sabe el entrevistado inteligente. No hay preguntas inconvenientes, solo lo son las respuestas.
Si el juego de matar al mensajero siempre ha estado en el adn de muchos aspirantes a cacique, en todos aquellos que esconden demasiado mal sus miserias, ahora han encontrado la excusa perfecta para evitar que uno tras otro lleguen más mensajeros. Van a chapar cuantos más medios mejor. Van a dejarnos sin voz, sin conocer opiniones distintas… y no parece que vaya a pasar nada. El pánico lo paraliza todo.
Se nos vende cada día que vamos a tener que prescindir cada vez más de todo lo que nos hace la vida fácil. Nos dicen en tono reprimenda que nos hemos acostumbrado a lujos que ahora no tienen cabida en la nueva sociedad. Y permanecemos callados. Por si acaso, por si en algún momento decidimos volver a opinar y reivindicar nuestras posiciones, van a encargarse de que no nos queden altavoces.
Los periodistas no somos perfectos. Nuestro trabajo es esclavo de nuestra humanidad y vivencia personal. A veces nos hemos vendido y traicionado a nosotros mismos de forma bastante degradante, cierto. Sin embargo, sigo convencida de que el mundo sin nuestro trabajo es más injusto, más pequeño, más oscuro.
Vamos hacia una sociedad de silencios.
Al mensajero lo silenciamos entre todos: por un lado, los que para pagar a la pretendida estrella de turno que tal vez sea un gran polemista pero no conoce el medio tienen que despedir a decenas de profesionales que lo conocen al dedillo. Para hacer hablar al mensajero que les conviene matan a pajaritos; la audiencia, a la que parece que le da igual si le cierran, qué diré yo, el único diario en el que podrá ver la rua de carnaval que pasa por su calle porque hace tiempo que se ha creído que los periodistas estamos vendidos y es igual si nos echan a la calle.
Como si los periodistas no fueran trabajadores de verdad.
Y nos silenciamos nosotros mismos: no se aborda de la misma manera el drama de los trabajadores de Spanair que se quedan sin trabajo de la noche a la mañana, por ejemplo, que el de los miles de profesionales de la información que en los últimos años han perdido su trabajo.Y lo siguen perdiendo.
Como siempre, compa Mercè, un análisis tan certero como demoledor. Yo no conozco la profesión de periodista ‘por dentro’ (fue mi sueño de infancia, sueño rápidamente abandonado por otras aspiraciones más a ras de tierra, más accesibles…), pero supongo que mi condición de consumidor compulsivo y tremebundo del producto periodístico, en todos sus soportes y formatos, desde hace muchísimos años, me da algo de visión y perspectiva, que nunca será la misma, ni tan precisa, pero que en algo puede valer. Y, efectivamente, veo que, como tú bien señalas, hay muchos elementos sobre los que la profesión tendría que hacer autocrítica (intrusismos —consentidos—, vedettismos —jaleados—, ombliguismos —¿y dónde no…?—; y dejemos ahí los ‘ismos’, aunque seguro que hay alguno más…). Pero, más allá de eso, lo que se vive ahora es el leñazo al muñeco del pim-pam-pum; no es la única víctima, ni, posiblemente, la más sangrante, pero sí una más, y con una componente de silenciamiento, cierto, muy dolorosa. En fin…
Un fuerte abrazo y buena semana.