Tenemos miedo. De quedarnos a medias y de pasarnos. De pasar de largo y de esperar demasiado ese tren, lleve dónde lleve. Nos asusta qué dirán de nosotros y nos da pánico también que no digan nada. Nos aterra el silencio… y el ruido. Nos asusta perder y a veces nos asusta más ganar porque no nos han educado para manejar la victoria. Nos asusta querer pero también sentirnos atados por ese sentimiento. Nos provoca terror sucumbir y dejarnos llevar y fluir y sentir, soñar e ilusionarnos.

Nos espanta hablar y ser esclavizados por nuestras palabras. Nos asusta callar para siempre.

Le tenemos a menudo más miedo a la risa que al llanto, porque nos han enseñado a esperar lo peor. Nos asusta ser el que baila y el que se esconde en un rincón cuando suena la música.

Nos asusta el dolor pero nos provoca pánico estar sanos… por si la salud no dura.

Somos máquinas de generar temores, angustias… de levantar muros y derribar puentes. Nos paralizamos, nos encogemos, nos hacemos diminutos hasta que no nos pertenecemos a nosotros mismos… nos asustamos de ver nuestro rostro. Notamos una punzada en la espalda que nos avisa de que pisamos terreno desconocido… nos aterra arriesgar y cambiar lo cotidiano. Y el miedo nos hace estúpidos, aburridos, grises… Nos cansa, nos nubla, llena nuestro equipaje de rocas enormes y pesadas, nos desgasta las ganas, nos vacía y nos deja en un rincón…condenados a vivir sin pasión y con la cabeza gacha.

El miedo nos subsidia. Nos rebaja. El miedo es adictivo, narcótico… lo devora todo, lo invade todo… lo suprime todo hasta jibarizarnos, nos transforma en una versión ridícula de nosotros mismos… en nuestra caricatura, en un lastre para seguir.

Tenemos miedo a envejecer y miedo a no llegar nunca a hacerlo. Tenemos miedo a morir y a vivir. Y sobre todo, tenemos un miedo atroz a ser felices… por si dejamos de serlo.

Gracias a Carmen Clerigues, que hablando del miedo, ha inspirado este post.