Había un faro y un enorme pedazo de mar que se metía en sus oídos y le acariciaba las orejas. Podía respirarlo y guardárselo en el pecho. Era inmenso. Su humor salado se colaba por todas partes y se impregnaba en sus cabellos.

Llevaba delante de él mil tardes, pensando. Parecía una figura minúscula, esculpida en la roca, encogida. Sus pies habían quedado sellados a ella, sujetos por una emulsión invisible que la mantenía al mismo tiempo atenta y absorta de todo. Su mente estaba lejos. Viajaba en el tiempo. Era niña. Se vestía de blanco en una tarde como ésta y notaba que estaba de más en el mundo. Que era insignificante… Un sabor amargo le cruzaba la garganta al recordar el momento en que descubrió que su existencia no era el origen de todo, que aquello era el principio de un camino complicado. En sus ojos había una expresión de miedo, de falta de sueño, de incomprensión hacia un mundo que era grande pero que, a menudo, resultaba hueco. Le venían a la cabeza todos sus cambios de rumbo, todas las veces que se había negado a sí misma y todos los muros que había construido a su alrededor. Cada vez que se había descartado para un sueño, que había creído que le estaba vetado, todas la hojas en blanco que le habían quedado por escribir.

Recordaba sus derrotas. Cada una de ellas más enorme y sonora que la anterior, más contundente, más dolorosa.

En cada batalla había dejado una capa de piel. Las primeras más finas, las últimas más gruesas. Había cambiado tanto que de su esencia tan solo quedaba un aroma vago, una ligera inclinación de la boca a la izquierda al sonreír y una tendencia exagerada a la ilusión.

El balance era duro. Llevaba siglos meditando cómo vivir. Ensayando cómo iba a ser su vida cuando desplegara sus alas, cuando tuviera el valor para dejar el metro cuadrado que la rodea y dejarse quemar por el sol. Había vivido sin verbo, de cabeza, de imaginación. Había saltado mil veces en su mente, había incluso notado la adrenalina agolparse en sus sienes… Pero nunca había saltado con su cuerpo. No había quedado suspensa en el aire sabiendo que al tocar el suelo tendría que amortiguar el golpe con la conciencia.

Había escrito mil versos de amor pero jamás los había entregado. Había huido de muchas miradas bajando la cabeza. Se había excluido de la vida, ella sola, sin pedirse permiso…

Y ahora, aquí cuajada en la roca, mirando un mar eterno que la podría devorar en un movimiento inmisericorde, se daba cuenta. Se retorcía por dentro por haber permanecido impasible y haber consumido tanta vida sin vida… Hacía lista de todos sus amores frustrados y todos sus gemidos ahogados. Apuntaba los lugares que le quedaban por pisar y los huecos que debía llenar a partir de ahora.

Estaba indignada, pero no estaba triste. Se sentía afortunada. Había despertado. Estaba viva. Una apreciable cadena de errores la había llevado a sentarse en la roca. Un cúmulo de cansancio le había detenido los pies hasta llegar ante el mar y dejar que su mente se meciera en el pasado. Había pasado la vida buscando ese estímulo, ese fogonazo capaz de despertar en ella la necesidad de cumplir sus deseos… El detonante que lleva al salto. Había buscado sin cesar la fuerza para salir de la cáscara, para romper la cadena de temores sordos que la rodeaba… Siempre buscando algo a lo que agarrarse…

Había dado mil vueltas para encontrar esta tarde, este silencio, este mar sin límites, este pensamiento. Había girado sobre sí, en rotación permanente. Había surcado el mundo para llegar a un lugar que llevaba dentro. Para encontrar algo que ya tenía. De vuelta al punto de partida.