Más palabras para la conciencia

Más palabras para la conciencia

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Siempre he confiado mucho en las palabras. Los que me conocen y sondean, lo saben. Confío en ellas sin fisuras. En su valor, en su capacidad de movilizar conciencias, en su elasticidad… En su poder para remover lo intacto y estático y crear algo nuevo, engendrar vida, darle la vuelta a las situaciones. Siempre he buscado locamente las adecuadas. Como si fueran únicas, como si fueran pócimas maravillosas que obran cambios imposibles. Lo he hecho a veces de forma metódica y obsesiva. Con placer, con un deleite máximo al conocerlas y usarlas, como si utilizara un material tan precioso que pudiera desvanecerse o evaporarse, un material escaso, algo que pudiera romperse o desaparecer. Porque es cierto, se evaporan, se funden si no les das importancia, se mueren si no las escuchas y les concedes un minuto para llegar a ti y salpicar tus entrañas. La palabras perecen.

Siempre he pensado que si era capaz de encontrar la palabra que podía llegar al corazón de cada persona sería capaz de tocar su alma. Hacerle entender lo que necesito explicar, hacer que me escuchara… Hacer que el resto de mis palabras llegaran al umbral de sus necesidades y su voluntad. A menudo, rozando la impertinencia. Aunque tal vez me tocó la presunción, las ganas, las ansias de poder cambiar cosas sólo con palabras, algo tan efímero que se borra, se omite, se encadena al viento y se fuga de nuestros oídos y cabezas. Algo que yo creo sólido pero que no tiene densidad ni peso…

Tal vez, he llegado a pensar… Les di demasiado poder porque precisamente siempre tuve presente el poder que tienen las palabras sobre mí. Porque las vivo, las escucho, las leo, las saboreo, las incorporo a mis pasos… Para mí escribir es vivir y dar una palabra, la palabra justa, es dar una parte de la conciencia, un pedazo de algo intocable pero altamente valioso, un contrato de honestidad, de sinceridad, de belleza incluso… La belleza que tiene lo imaginado, lo soñado… Un lugar donde discutir, charlar… Donde reflexionar e intentar ser mejor cada día.

No todos le dan el mismo valor a las palabras y no tienen por qué. No todo el mundo cuando dice “te quiero” ama con la misma intensidad, no todos están dispuestos a dar lo mismo, a recibir lo mismo, a responder de la misma forma y vivir en consecuencia. Hay muchas clases de amigos, de compañeros, muchas clases de vidas y de personas que se cruzan en la tuya.

Palabras como amistad, confianza, lealtad, fidelidad, valor, miedo, cariño, compromiso, promesa, deseo, sueño, felicidad, perdón… Y millones de palabras más no implican a las personas del mismo modo, no las comprometen igual, no las conmueven igual. Al final, nos damos cuenta de que a pesar de compartir complicidades cada día, interactuar y mezclar nuestras vidas con los demás, nos comunicamos usando códigos distintos. Usamos el mismo material para decirnos lo que queremos, buscamos, sentimos, pensamos, necesitamos… Las palabras… Aunque no todos les damos el mismo valor. Y a veces es muy difícil entrar en cabeza ajena y saber qué pasa por ella, interpretar un mal gesto, una mala respuesta, una mirada extraña… El descubrir si alguien te chilla porque no te respeta o es su forma particular de llamar la atención porque cree que tú no le haces caso… Saber si tus escasos “te quiero” son el resultado de una merma en ese sentimiento o tu necesidad de decirlo poco para que el otro sepa que cuando lo dices es verdadero. ¿Verdadero o falso? Se convierten en dos términos relativos depende de que boca salen, qué puño los escribe. ¡Las palabras son tan poderosas y a al vez tan relativas!

Para ir bien por la vida, lo ideal sería encontrar a aquellos que tienen el mismo grado de apego a las palabras que nosotros. Que las viven igual. Que se comprometen con ellas en el mismo grado. Sentarse a compartir un rato con alguien que te dice “me importas mucho” y saber que le importas como tú necesitas importar, que valora tu vida y que su cariño no sólo dura lo que dura el café… O tener claro que a pesar de que no lo dice mucho, cuando lo dice es de veras…

Sería tan fácil colgarse el grado de apego y valor que le damos a las palabras a la solapa como quien se prende un broche para ir a una cita… Codificarse por números o colores… A más color, más intensidad en cada palabra, más compromiso, más valor… Entrar en un lugar y mirar la solapa y la persona y comprobar que estamos hablando con un individuo con el código correcto. Ir con el color rojo reventón o azul eléctrico en la solapa y esquivar a alguien con un gris marengo o un azul celeste… Ahorrarse el dolor, el choque frontal contra la pared del desánimo, la frustración, la decepción, la cara de idiota cuando descubres que un “te necesito” es sólo un “los martes y los jueves si no me sale nada mejor”…  y un «pero a mí no me pidas lo mismo».

Aunque claro, eso nos ahorraría punzadas en el pecho, pero nos arrebataría la fantasía, la ilusión, el fuego interior… Haría que la búsqueda fuera anodina, rutinaria, falta de magia… Y no nos permitiría aprender, perder, caer, vacilar, descubrir, conocer… Y quién sabe, tal vez vamos por el mundo con un código equivocado, uno que creemos que nos representa porque no hemos conocido otros o es el que nos enseñaron y no tenemos el nuestro propio. Igual necesitamos volver a calibrar las palabras y cambiar el código que llevamos prendido . O tal vez alguien necesita sin saberlo aprender de nosotros a valorar el mundo con otros ojos y tomar prestado nuestro código…

He pensado en ello y lo único que se me ocurre para solucionarlo son más palabras. No doy para más. Me resisto a darme por vencida y perder la confianza en ellas. En ellas y en nuestra capacidad para hacer que todo cambie, cambiar nosotros para modificar lo que hay a nuestro alrededor, hacer que todo sea más fácil al comunicarse… La palabras me mueven, me fascinan y me aturden… Para mí son la medicina contra el desamor, contra la amistad más perversa y egoista y la pena de sentirse vacío, menospreciado, usado hasta las arterias, enroscado en un situación que te deja seco, agotado, asustado… Más palabras, otras palabras… Tal vez menos palabras pero más valientes, más arriesgadas. Las que se nos quedan siempre en la punta de la lengua, las que imaginamos que decimos pero nunca suenan. Las que nos gritan dentro y nos queman suplicando salir. Las que diríamos si fuéramos quién queremos ser si no tuviéramos miedo… Todas ellas juntas… Y más atreverse a mirar a la cara y decir lo que sentimos, lo que queremos, lo que deseamos, lo que nos preocupa y asusta. Y también preguntar qué hay al otro lado, por si resulta que los desapegados en algún momento somos nosotros… Por si en nuestro afán por mirar las solapas correctas, hemos descuidado la conciencia.

Lo que somos

 

Somos suspiro y materia que busca otra materia para fusionarse, reconciliarse con el mundo y apaciguar la soledad. Gotas minúsculas de agua de lluvia que se escurren en el cristal, una en busca de la otra, haciendo maniobras extrañas para encontrarse pero que en el último momento cambian de trayectoria. Bailamos como peonzas en un tablero inclinado, condenados a encontrarnos en una esquina, pero siempre dando vueltas, sin que nuestras manos se toquen, con sólo un instante para que nuestros ojos se posen uno en otro y balbuceen una palabra, desconocida aún y por determinar. Dos ramas que salen del mismo tronco y se buscan erguidas hasta encontrar el cielo, que se pierden y retuercen para que sus hojas vean el sol y acaban alejadas, rozándose casi… Buscando la sombra, buscando la brisa.

Somos dos océanos que mezclan sus aguas y bañan el mismo acantilado. Somos las dos rocas que están en su cima y dibujan formas humanas hasta darse la espalda. Dos caminos que llevan al mismo lugar, que sueñan con cruzarse pero que siempre transitan el paralelo. Mirándose de reojo y haciendo muecas.

Somos la mezcla de luz y oscuridad del crepúsculo, el incesante ir y venir de las olas para tocar la orilla… Agua y arena, siempre acariciándose, nunca en contacto permanente.

Somos aire y agua. Sobredosis de oxígeno en las venas que acumula euforia y genera magia. Sol y lluvia, ahora rebotando en la ventana y sacudiendo la tarde.

Somos piel y piel que se atraen y devoran con la vista, casi tan cerca que se respiran, pero eluden el contacto.

Somos fieras que buscan arrumaco, apenas se acercan y sus garras afiladas separan sus ganas de abrazo.

Somos beso, en la distancia. Un sendero de calor imaginario que nos cruza la espalda, la nuca, el pecho y que llega a los labios… Somos tierra y frontera, helecho en la pared desnuda, luna reflejada en el agua.

Somos sueño y vigilia. Vivimos en ese momento en el que los ojos cansados ceden y abandonamos los sentidos a la noche hasta que llega la mañana. 


Sobre el periodismo y el rigor informativo

Alguien me pedía esta mañana que como periodista fuera, además de rigurosa, crítica. Me decía que es necesario un periodismo que se aleje de la neutralidad y que esté dispuesto a dar solo contenidos de calidad y veraces. Lo de la calidad y la veracidad suena bien,me encandila, lo admito. Lo primero que te explican en la facultad, sin embargo, es que hay que intentar ser objetivo, aunque sea del todo imposible. Todos ponemos una parte de nosotros en lo que hacemos, si no, es que somos autómatas.

Hoy, con ansia sin duda de mejorar el mundo de la comunicación, me reclamaban un periodismo fuerte, valiente, capaz de desechar lo que me permito nombrar como “información basura” o fuentes dudosas… ¿cómo se sabe en este mundo que corre vertiginosamente si las fuentes son dudosas? Se informa sin tiempo, sin espacio para digerir y cada día con menos recursos económicos y humanos.

Esa persona, con buena intención, me pedía un periodismo implacable contra la manipulación y la mentira… pedía que además de escribir una noticia, el periodista, al final se implicara… pero ¿hasta qué punto? ¿quién pone los límites?… la ideología y los valores del redactor, ¿dónde quedan? Un periodista no es un juez ni un verdugo…

Es cierto, lo he dicho en más de una ocasión, el periodismo parece morir ante las más exigentes cifras de audiencia de cada día. Ante su bajo nivel de autoexigencia. Es cierto, los profesionales de la comunicación tienen que hacer un esfuerzo por interpretar la realidad e ir más allá y hacer las preguntas necesarias pero… dejar su neutralidad ¿hasta dónde? ¿dónde se traza la linea? ¿con qué criterio? ¿quién asegura que mi criterio es adecuado? ¿dónde trazo la frontera de mi implicación más allá de temas que universalmente a todos nos repugnan como el terrorismo o la corrupción? ¿qué es un redactor?¿qué hace que mi opinión /criterio sea mejor que el de otro para aplicarlo? ¿no estaría incurriendo en lo mismo de lo que huye? A menudo, tratando de silenciar al dictador, te conviertes en dictador… porque acabas censurando al censor.

Sí, el periodismo actual está desangelado. Se ha convertido en animal de costumbres. El poder habla, la oposición responde. Espectáculo continuo. Y ¿quién juzga esas palabras? ¿No será mejor que las juzgue el pueblo? Y si yo pensara, en algún momento que son falsas pero no pudiera demostrarlo… ¿debería decirlo? ¿no es ese el trabajo de los que están en el juego político? la obligación del periodista es la de contrastar la información y asegurarse que ningún actor de la actualidad se quede sin opinar.

Este papel está reservado a los que hacen opinión y análisis en los medios. Hay muchos y de diferentes ideologías y tendencias. La diversidad está servida. El lector/observador exigente tiene fuentes para escoger. Tiene cada día más espacios de debate y diálogo y más blogueros dispuestos a darle sus opiniones. Es difícil a veces separar el grano de la paja y abrir los ojos y la mente… pero vale la pena confiar en el público siempre. Quizás, como público, deberíamos ser todos mucho más exigentes con los medios que escogemos para informarnos.

Al fin y al cabo, los periodistas usamos palabras, un material precioso capaz de mover montañas y generar agujeros negros… por tanto, tenemos que usarlas con precaución.

Tal vez muchos tengan una idea mítica del periodismo. Es muy vocacional, cierto, pero no es ni romántico ni marcado por el idealismo y ni todo lo libre que debería. En el día a día, salvo entre las grandes plumas, no se paran máquinas. No se hacen caer gobiernos. No se rompen esquemas ni se cambian sistemas. No derrumban imperios.

Es un trabajo de hormiga, de contar historias lo más veraz y dignamente posible para informar. Sospecho que el periodista no tiene que cambiar el mundo, pero la información que transmite sí puede hacerlo. Porque un pueblo informado es pueblo más capacitado para decidir y saber lo que quiere o no cambiar. La información siempre es la que marca la diferencia, nunca su mensajero.

Como periodista continuaré reflexionando sobre el tema, buscando esa frontera que separa la vocación de la implicación personal, la interpretación de la opinión. Seguiré haciéndome preguntas siempre.

Subir el listón

Algunos días pienso que el periodismo agoniza. Al menos tal y como lo entendía yo cuando puse mis intenciones en esta profesión tan denostada. La prisa se traga los titulares uno a uno, sin tiempo para que se ajusten, sin lugar a interpretaciones… quizás si a interpretaciones apresuradas y, por tanto, faltas de rigor. Rigor… esa palabra que sonaba tanto en la facultad y que todos llevamos tatuada pero que requiere un esfuerzo a veces demasiado constante.

En pocos segundos las redes sociales, ahora nuestras grandes amigas, trasladan la información, a borbotones, sin mesura, sin límite, sin digestión. El impacto de un par de palabras, tal vez una, es inconmensurable… no conoce lindes ni barreras. Sin embargo sí que nos lleva un periodismo menos elaborado, más sujeto a contrastes, un periodismo de consumición rápida y enormes efectos colaterales. En un espacio así, el rigor enmudece. La realidad palidece y se convierte en rumor. Sí, ya lo sé, las redes sociales se han convertido en un gran instrumento de comunicación y debate, pero hay que saber distinguir entre el grano y la paja. Hay que escoger… poder elegir es una enorme conquista.

Mientras, los periodistas hemos ido con el tiempo bajando el listón. No todos, claro. Hay grandes plumas por encima del bien y del mal, mentes pensantes que nos guían y aportan grandes reflexiones. El resto, sobrevivimos como podemos aceptando no hacer preguntas cuando alguien dice “no hay preguntas” y dando por buenas algunas versiones que suenan descafeinadas.

Abrir un periódico por la mañana es abrir un mundo, abrir una ventana a un paisaje cargado de historias tristes, historias que provocan náusea pero que conviene conocer… historias aburridas y también pequeñas historias que acaban bien si no se hurga más allá de las tres columnas… Así es el periodismo, busca lo extraño, lo inusual, lo bárbaro, lo escandaloso… lo que imagina debemos conocer. 

Para colmo, los periodistas cada vez somos menos. La crisis nos recuerda, como a muchos otros sectores, que no somos de primera necesidad. Somos… accesorios. Aunque continuamos siendo útiles porque en este marasmo de múltiples ideas, hay que seguir informando y hacerlo con ganas, con dedicación y, por favor, con rigor.

Tal vez esta agonía sea parte de la solución. Una prueba dura para pedirnos que seamos más cuidadosos con las palabras, nuestra materia prima. Para que seamos más íntegros con las personas, porque son lo único que importa… para que hagamos más preguntas a los que dirigen nuestro destino, porque ellos tienen las respuestas. Para que la próxima vez que alguien nos diga con sorna “¿periodista, eh?” para reírse de esta profesión de trapecios y cuerdas flojas… le respondamos con ganas “sí, periodista, ahora y siempre”.