El lado asombroso de la vida

El lado asombroso de la vida

tarro-girasol
A menudo, me doy cuenta de que he perdido mucho tiempo pensando en el pasado. Dando vueltas y más vueltas a ideas repetidas y recalentadas. Sin tener el consuelo de buscar en ellas nada nuevo, sin esperar respuesta, sin aspirar a añadir nada que, terminado ese proceso, fuera a ser útil.
Recordamos mal, a veces. Nos abrimos las heridas sin compasión. Rememoramos las palabras más terribles que nos han dicho, las sensaciones más espantosas, las emociones más lacerantes… Y nunca extraemos de ello algo bueno, porque nos quedamos con el dolor sin ir más allá. Nunca revivimos el momento desde la distancia, como narrador y no como protagonista. Nunca pensamos “pasó y fue duro pero estoy aquí y lo he superado”. Nos engancha eso de sufrir, a veces. Suena mal, ya lo sé pero ser víctima de algo o de alguien es una experiencia dura pero cómoda. Y lo siento porque no está bien generalizar. Hay muchas víctimas reales que luchan por no serlo… Sin embargo, en muchas ocasiones, nos gusta saltar al lodo del recuerdo y rememorar ese dolor. Y ensuciar con él todo lo que rodea nuestro presente. Y aunque hayamos superado el tema, al revivir esas emociones terribles y dejar que nos desborden sin ponerles límites ni malearlas, ni gestionarlas, ni reconocerlas, dejamos que vuelvan a herirnos. Es como si cada vez que recordáramos un accidente nos lanzáramos contra el muro para partirnos la ceja o rompernos la cara y conmemorar la ocasión.
Dicho así parece un ejercicio bárbaro. Si lo hiciéramos físicamente, nos asustaríamos a nosotros mismos. Sin embargo, no dudamos en hacerlo emocionalmente. Ponemos en riesgo nuestra salud emocional y, en consecuencia, física, aferrándonos a nuestras tragedias. Y sobre todo haciéndolo como el primer día, con ojos de sorpresa, con dolor, con miedo, sin superarlas, sin ganas de oponer resistencia a esa sensación que nos hace sentir como carne de cañón a merced del destino… Nos impregnamos de pasado y de sus males sin tomar distancia, sin ser capaces de aceptarlo con ojos de persona madura que ha sobrellevado esa experiencia y la ha superado. Viajamos a otro tiempo sin ponernos el chubasquero de la madurez, sin llevar en el equipaje nuestras nuevas herramientas de persona evolucionada, sin saber  por qué ni con intención de cerrar página.
Miramos a nuestros miedos desde abajo. Regresamos al pasado siendo niños y descubrimos el pecho ante los fantasmas, nos empequeñecemos ante lo que pasó…Volvemos a repetir aquel comportamiento que nos llevó al llanto, a quedar paralizados, a salir corriendo sin afrontar.
Perdemos la perspectiva. A veces, porque es difícil dejar de visitar esas lagunas que tenemos en la mente donde parece que no ha pasado el tiempo, esos recuerdos que tenemos guardados en una parte de nuestra cabeza y que nos hacen saltar como tigres cuando algo activa nuestros dolores pasados…
Otras veces porque nos han educado para que sufrir sea una especie de mérito. Como si por el hecho de regodearse en tu miseria fueras a ganar puntos para conseguir una gloria que tendrías vetada si nadie te pisa o hace sentir mal. Por eso, muchas veces, cuando conversamos, acabamos protagonizando con otros competiciones para descubrir quién lo ha pasado peor en su vida o es más desdichado.
Lo que cuenta no es el sufrimiento, es la alegría.
Estoy deseando el día que en una de esas conversaciones alguien diga… No quiero hablar del mi dolor sino de lo que conseguí gracias a superarlo. De mi evolución. De lo feliz que soy porque me convertí en una persona increíble saltando obstáculos… Porque cuando recuerdo lo que pasó, me veo enorme, gigante… Miro al niño que fui y le abrazo y le digo que podrá y que descubrirá cómo salir del laberinto. Porque no viajo mucho al pasado pero cuando lo hago, sonrío. Se me dibuja una sonrisa en los labios porque me veo ahora y me doy cuenta de que he caminado mucho y soy un superviviente. Porque estoy aquí gracias a mi esfuerzo y el de muchas personas que me han ayudado a ser como soy… Algunas queriendo, otras intentando lo contrario, pero no hay rencor. Hay gratitud. Hay ganas de seguir y olvidar. De engancharme al lado bueno, al lado que me hace crecer y sentir bien conmigo mismo… Al lado hermoso de la vida, a es parte preciosa que tiene todo lo que duele una vez lo superas, aunque parezca imposible…
Como si tuviera metidos los recuerdos en tarros y durante mucho tiempo, después de acumular dolor y pensamientos tristes, hubiera conseguido cambiarles las etiquetas. Cambiar las palabras que asocio a mi vida para cambiar la imagen y las emociones que la habitan, para ser capaz de ver su lado mágico, su lado sorprendente, su lado asombroso.
Donde ponía “el día que me humillaron en la escuela” puse “ cuando descubrí mis superpoderes”.
Donde había escrito “mis monstruos” ahora pone “mis motivos”.
Y me acuerdo de que el tarro que lleva escrito “el amor de mi vida” era antes uno donde ponía “esa chica que siempre me lleva la contraria y no sé por qué”.
Encontré un tarro con la etiqueta “aquella vez que estuve en el hospital muy grave” y recordé que “allí conocí a quién sería mi mejor amigo”.
Donde estaba mi sueño perdido de “ser piloto” por problemas de visión, hay una pegatina muy divertida que pone “soy pediatra y adoro lo que hago”.
A algunos, lo reconozco, me costó cambiarles la etiqueta porque habían sido golpes duros de esos de los que no acabas de reponerte nunca y siempre te hacen saltar las lágrimas. Aunque, a pesar de ello, también los reescribí…
Donde había escrito “Carlos se fue” ahora pone “tengo un ángel de la guarda” y una de las etiquetas más complicadas de reescribir… “Quimioterapia” que ahora se llama “batalla ganada”.
Tal vez sea un iluso, un ingenuo, un loco, pero me gusta verlo así. Doy gracias por ser capaz.
 

Liberémonos de etiquetas

Liberémonos de etiquetas

woman-3303696_640 (1)

Llevamos etiquetas. Nos las ponen en la escuela, en casa, en el parque… lo hacen nuestros profesores, nuestros amigos, nuestros padres… nos las pegan en la espalda de muy niños. Algunas las llevamos escritas a zarpazos aunque hayan cicatrizado, otras son marcas hechas a fuego lento… muchas se escriben con tinta invisible y solo se pueden leer en lo más oculto de nuestras cabezas. Sin embargo, están ahí y llegan siempre con intención de quedarse. Los que nos las ponen, que también tienen las suyas, lo hacen bien… Nos las clavan hondo el día que nos sonrojamos por primera vez o bajamos la cabeza. El día que reímos demasiado, en el que damos una respuesta poco agradable, en el que no se nos ocurren frases elocuentes o no nos atrevemos a bailar. Pasamos a ser el tímido, el aburrido, el charlatán, el torpe, el empollón, el borde, la estirada… una larga lista de adjetivos que llegamos a interiorizar tanto que conseguimos que nos simplifiquen, que nos paralicen, que se nos peguen encima como una rémora imposible de eliminar. Y acabamos siendo nuestras etiquetas, porque respondemos a ese estímulo, porque es fácil asumir ser algo para el resto, para no decepcionar las expectativas, para no batallar en balde… para aferrarnos a algo aunque no nos guste. Obedecemos.

Y repetimos ese esquema cada día. Nos miramos a la cara, en ese espejo mental que todos tenemos y que nos deforma hasta parecer garabatos, y nos repetimos el calificativo que llevamos escrito en la etiqueta, como si fuéramos el abrigo… y nos cerramos a otros adjetivos, a ser algo más… convertimos la consecuencia en causa.

Y la etiqueta genera en nosotros jurisprudencia interior, nos acaba dibujando como personas, nos guía, nos esculpe la vida y nos lleva por dónde le conviene para no caer en falso y permitir que la etiqueta se borre. Hay etiquetas que duran cien años. Hay quien incluso lleva asida la etiqueta de sus padres y abuelos, como una herencia perenne con la que cargar…

¿Cómo contradecir esa marca incrustada dentro desde niños aunque el cuerpo nos pida a gritos cambiarla? ¿cómo volver a ser de nuevo nosotros y decidir no llevar nada pegado que nos limite o condicione?

Seguramente, decepcionándolas, contradiciéndolas hasta lo más íntimo de nuestro ser… averiguando si nos definen… y sólo aceptando ser lo que escogemos. Cortando ataduras, dando puerta a nuestros temores y dejándonos llevar.

El gran reto será descubrir aquellas etiquetas que existían y ni tan siquiera sabíamos que llevábamos adheridas. Las que habíamos asumido, las que nos herían y nos aniquilaban como ser humano… para purgar sus secuelas.

Distinguir entre las que nos pusieron y las que nos fuimos añadiendo nosotros a lo largo de la vida.

Para que nadie nos diga quiénes somos. Para que nadie nos imponga una forma de vida que no queremos, ni siquiera nosotros mismos.