Lidera tu vida

No podemos pasarnos la vida culpando a otros de los que nos pasa. No somos lo que nos pasa, somos la forma en que lo afrontamos y lo vivimos. No somos nuestros miedos, somos la manera en que nos enfrentamos a ellos. Somos las palabras que usamos y todas y cada una de las quejas que nos repetimos cada día. Es la hora de no cerrar nuestra mente y tomar las riendas, gestionar nuestras emociones y sacarles partido, porque todas nos traen algo positivo, aunque duelan o asusten. Ha llegado el momento de responsabilizarnos de nuestra felicidad y nuestra vida y dejar de culpar a las circunstancias. Lidera tu vida porque si no la liderarán otros.
 

La necesidad de perder el control

La necesidad de perder el control

globosLo queremos controlar todo. Saber hacia dónde nos lleva cada paso que damos, sin apenas notarlo y vivirlo.

Somos peces. Damos vueltas a la mismas ideas de siempre. Vivimos en un bucle mental, en una espiral de modorra y rutina.

Buscamos respuestas en los libros para liberarnos de nuestras ataduras mentales y, a pesar de que nos parecen necesarias, no las aplicamos nunca.

Nos compramos una chaqueta nueva porque pensamos que si cambiamos por fuera, eso nos dará fuerzas para cambiar por dentro. Queremos ser otros sin dejar de hacer lo mismo de siempre… Somos nuestras propias marionetas.

Nos apuntamos a un curso para aprender a respirar, a descubrir quiénes somos y ponernos objetivos en la vida, mientras retrasamos el momento de empezar a vivir.

Nos equipamos para correr maratones y nunca llegamos más allá de la esquina.

Llamamos a un amigo al que hace tiempo que no vemos y le contamos nuestras penas sin escucharle. Le intoxicamos con nuestras palabras tristes y nuestros pensamientos viejos y usados, cuando en realidad lo que necesitamos es dejarnos llevar por sus ideas nuevas y frescas.

Nos repetimos mucho. Nos pasamos el día justificándonos por no decidirnos, por no llegar, por ser… Para no tener que dejar de controlar.

Fabricamos excusas para que nuestra existencia no tenga estridencias, ni sobresaltos. Nos inventamos dolencias imaginarias como coartada para no tener que superar nuestros límites.

Nos ponemos unos zapatos distintos para tener la sensación de que nos llevan por otro camino. Aunque nunca nos alejamos del perímetro que nos hemos trazado…

Nos comparamos con otros cuando nuestras vidas y puntos de partida no son comparables. Como si cada ser humano no fuese único.

No olemos el mar porque nos hundimos en la arena… Porque nos blindamos en nuestros caparazones. Nos perdemos cualquier cosa que implique poner un pie más allá de las fronteras de nuestros miedos.

No amamos por si duele. No sentimos por si el sentimiento caduca. No nos damos por si no se nos dan. No salimos de nuestra habitación interior por si al volver todo está revuelto.

No nos ponemos ese vestido atrevido que nos gusta porque nos da vergüenza. No nos lo podremos nunca porque somos de esas personas que cuelgan sus deseos en un armario y jamás se los ponen.

Tenemos prisa siempre para vivir y dejarlo todo en suspenso, en una suspensión concreta y conocida.

Vivimos en un limbo emocional donde transitamos sin pena ni gloria, a cambio de pasar por la vida sin demasiado riesgo ni conmoción.

Huimos de los laberintos y los acertijos. Cuando sucede algo fuera de nuestros planes, saltan la alarmas y nos metemos en nuestros cascarones.

Perseguimos hologramas de nosotros mismos. Nos engañamos diciendo que vamos a por todas, que queremos devorar la vida, y en realidad, ni siquiera le damos pequeños mordiscos.

Nos adjudicamos vidas anodinas y nos ponemos retos asequibles para no tener que notar el frío de de nuestros pasos imprudentes.

Cuando nos caemos, miramos de reojo aterrorizados por si alguien nos observaba, porque vivimos en un escaparate asfixiante…

Nos ahogamos en gotas de agua y convertimos un pequeño conflicto en unas arenas movedizas.

No osamos. No preguntamos. No nos atrevemos a insinuar que nos gusta. No pedimos lo que queremos por si no queda.

Nos quejamos en voz alta para buscar la compasión fingida de otros que se quejan también en voz alta y que como nosotros tampoco nos escuchan porque para hacerlo tendrían que dejar de lamentarse.

Nos mordemos la cola y tropezamos con la misma piedra… Vivimos en una caja  y nos conformamos con lo que vemos a través de las ventanas… Confundimos la desidia con la paz y la resignación con la adaptación. Nos ilusionamos con el mando a distancia y calculamos nuestras carcajadas porque consumen calorías.

De vez en cuando, queremos romper con todo y cambiar, pero lo hemos convertido también en una rutina para no tener que asumir esa necesidad de renovarnos, para convertir nuestro cambio en algo inmutable y cíclico. Para poder continuar soñando que cambiamos sin tener que movernos ni un milímetro y sin correr el riesgo de romper las costuras de ese traje a medida que nos hicimos para no transformarnos.

Y sin embargo, ya tenemos todo lo que necesitamos y somos todo lo que buscamos.

Sólo hace falta seguir el camino más abrupto, escoger la opción más complicada y arriesgarse, pedir el deseo más grande y subir a la cumbre más alta.

Hacer la pregunta impertinente que nos ronda por la cabeza. Pisar la zona prohibida. Levantar la cabeza y osar soñar con retos más altos y rotundos… Abandonar la cola donde esperamos a que repartan lo que siempre pedimos y dar la vuelta para encontrar algo inesperado…

Cambiar de pensamientos, cambiar de palabras y salir del decorado.

Hacer algo que no hemos hecho nunca pero que siempre hemos deseado intentar.

Cumplir con disciplina los consejos de los sabios… Y si nos parecen consejos cómodos y asequibles, cambiar de sabios.

Sentarse donde nuestro mundo se tambalea y perder el control de lo que nos sucede… Atrevernos a cuestionar quiénes somos y lo que hacemos. Ahondar en todas nuestras inseguridades y caer en todas las trampas que pusimos para quién quisiera flanquear nuestras defensas y entrar en nuestras almas.

Dejar de quejarnos y borrar esa cara agria que dibuja la rabia acumulada y nos aleja de aquellas personas a las que realmente nos iría bien acercarnos. Huir de todas esas caras grises que nos recuerden lo que fuimos para dejar de relacionarnos con personas que buscan vidas controladas.

Dejar de mirar a los demás por encima o por debajo, buscar su mirada y conectar…

Aceptar y adaptarse. Y, si hace falta, esperar hasta poder cambiar lo que queremos cambiar.

Andar por ese sendero de tu vida donde no sabes si habrá barandilla…

Gestionar tus emociones y aprender de ellas.

Abrazar lo sencillo y recrearse en lo básico. Encontrar el punto entre fluir y estar. Encontrar ese lugar salvaje que habita tu conciencia más indómita y dejarse llevar… Abandonarse a los sentidos sin que tu yo más inflexible pierda del todo el equilibrio.

Ser curioso e irreverente. Descubrir lo necesario que es a veces perder el control para descubrirte a ti mismo. Nuestros grandes talentos están a veces ocultos en nuestras grandes flaquezas, en nuestros temores, en el ángulo muerto de nuestra visión disciplinada y formal.

Despertar un día y no reconocer nada de lo que te rodea y que no importe. Saber que nada te une al decorado de tu vida por decreto ni obligación. Que no sigues más guión que el que escribes cada día… Que más que posesiones tienes vivencias… Que tú escoges tus arraigos y echas tus raíces. Que, si es necesario, cada día construyes tu hogar en un lugar distinto del camino… Que cada día construyes el camino.

La caja de cerillas

La caja de cerillas

light-863150_640

Nos quejamos mucho. Nos pasamos el día concentrándonos en lo que nos molesta, lo que nos preocupa, lo que nos falta, lo que no nos gusta. Repetimos mil, cien mil veces las mismas frases hasta que se convierten en una plegaria, en un credo… Se meten en nuestra cabeza y en la cabeza de los que nos rodean, como un mantra asqueante que nos reafirma en lo que en realidad queremos alejar de nosotros. Cada palabra que decimos nos hace sentir más dolidos y rabiosos, más resentidos con todo y con todos… Cada palabra que sale de nuestra boca en forma de exabrupto o lamento nos acerca a esa realidad que queremos superar. Y a veces, es una realidad inventada, un recorte de lo que es nuestro mundo. Una versión incómoda y desconsiderada de lo que somos. Un compendio de lo que detestamos sin tener en cuenta todo lo hermoso que nos rodea. Acotamos nuestro mundo a cinco, seis frases hasta que nuestra mente se convierte en un cuarto oscuro desde el que no se ve nada de lo que hay fuera. Los sueños llaman a la puerta, pero no la abrimos porque no vemos lo que deseamos, vemos lo que nos asusta, lo que detestamos… Eso reduce nuestras ganas, nuestras capacidades, nos hace pequeños, mínimos… Y nos convertimos en un ser diminuto intentando abrir una puerta gigante para dejar pasar la luz, para dejar salir los lamentos y dejar que entren algunas alegrías. Sin embargo, ese ser pequeño triste, metido en una caja de cerillas por conciencia, con la luz apagada y los pies fríos no consigue abrir. No puede porque él mismo decidió no poder. Se cargó de dolor y angustia y ese peso aturde cada uno de sus pequeños movimientos. Respira un aire viciado y enrarecido, escucha la misma música triste, mira las mismas caras agrias de siempre, algunas transformadas por su mirada desganada, otras salpicadas por su perorata triste y quejumbrosa. No tiene donde agarrarse para conseguir tomar impulso y salir de la habitación oscura de su cabeza. Cada uno de sus pensamientos tristes y acotados a una realidad restringida y limitada a esas cinco frases de agobio le impiden tener la fuerza suficiente para respirar aire puro… Para salir de sí mismo y su mundo reducido de penas y angustias…

El hombrecillo triste que nos habita no lo sabe pero la solución está a tiro de pensamiento, de palabra. Si por un momento consiguiera dejar de repasar la lista de lo que odia y se concentrara en recitar la lista de lo que ama, si pudiera soñar y ampliar su mundo de quejidos y superarlo, si consiguiera encontrar algo hermoso a lo que sujetarse… Tomaría impulso, daría un gran salto y lograría abrir la puerta. Entraría la luz y se daría cuenta de que la caja de cerillas ha sido siempre una gran llanura con hermosas vistas. Que las caras agrias eran de desconcierto y la música triste eran sus propias palabras…

A veces, desayunamos lamentos y cuando llega la noche nos acostamos con ellos. Nos regodeamos en nuestras miserias y faltas. Nos pasamos las horas mirando en negativo de la foto de nuestra vida. Nos convertimos en aquello que odiamos a base de repetirlo. Nos quedamos sujetos a ello, se nos pega en la espalda y nos acompaña, impregna nuestra existencia y no nos deja ver todo lo demás. Tanto quejarnos, acabamos siendo una sombra triste, un murmullo aburrido y aturdidor… Somos lo que decidimos ser. Nuestra vida son las palabras con que la definimos. A veces, es necesario callar y mirar más allá. Salir de ti mismo y contemplarte con otros ojos. Hacer una lista nueva, sin historias tristes que recordar. Con sueños, retos y risas contenidas esperando salir. Una lista de lo que amas para convetirte en lo que amas y abandonar la caja de cerillas.

El eco de tu soledad

El eco de tu soledad

chica-sola

A veces, te sientes tan sola que puedes oír tu ruido interior. Una especie de sirena que reverbera dentro de ti, con un sonido desgarrador en insistente. Un zumbido continuo y perenne que, a menudo, durante largo rato, no consigues escuchar, porque se integra en tus fibras y estructuras. Y cuando llueve y te da por recordar, suena con una insistencia impertinente, como si tu corazón fuera de metal y tu cuerpo una morada vacía. Tus manos buscan manos, tus ojos deambulan por la habitación intentado encontrar unas pupilas amigas donde posarse. Tu voz busca unos oídos amables que la escuchen, para contar sus historias y abrir la puerta de tu mundo. La soledad es tan hueca que grita, te deja tan sordo, mudo y cobarde que temes levantar la voz, levantar la cabeza y pedir. Si no pides, no tienes. Si no das, no recibes. Aunque a veces este mecanismo se te oxida, se desdibuja tras tus lamentos. Entonces te miras y no recuerdas quién eres porque te has convertido en tus quejas, tus dolores, tus angustias, tus ansiedades de madrugada y tus limitaciones imaginarias. Eres lo que lamentas ser. Lo que has pensado que nunca serías pero has imaginado con insistencia que ya eras… Ese retrato temible que has pintado en tu pensamiento y que no consigues ahuyentar…Y además lo sabes y te culpas. Y la culpa teje una telaraña en tu mirada y tu pecho que no te deja brillar ni respirar.  

A veces, tu soledad es tan rotunda que silba…

Enciendes el televisor, buscas la complicidad de la radio, abres la ventana para que el tráfico te recuerde que existe un mundo y que no es para ti. Que cuando cierras los ojos continua y late, sin tu mirada, sin tu risa. Que podrías desaparecer y desvanecerte y no se inmutaría. Que una losa de tiempo pasado te cae encima y no puedes levantarte… El mundo respira sin ti. El mundo existe sin ti. Y no es cierto, no lo es… Sólo lo piensas tú…

Aunque, a veces, lo sé, tu soledad es tan desmedida que ronronea en tu hombro…

Buscas un lugar donde ya no quepa nadie, repleto de voces y pensamientos. Un lugar donde recordar que formas parte de un todo imperfecto pero necesario. Donde puedes ser la pieza de un engranaje enorme. Y allí tu soledad es rotunda, gigante, descomunal… Suena una especie de gong tremendo que te zarandea de arriba abajo y te recuerda que vayas donde vayas, esa sensación te acompañará siempre… Porque la llevas dentro, porque la alimentas, la construyes, la consientes y la mimas hasta convertirla en tirana… Contigo misma.

A veces, tu soledad es gigante y brilla. Y tú gritas para poderlo superar y eco te devuelve los gemidos de una mujer desesperada y perdida que se busca y no se encuentra. 

A veces te sientes tan sola que te golpearías para notar tu perímetro, delimitar tu contorno y no fundirte con el paisaje… A veces te notas tan lejos de todo que crees que no respiras el mismo aire que el resto del mundo.

Has sido tú, que te imaginaste en una burbuja, que te dibujaste sola en un camino sin más compañía que el sol y un par de nubes. Eres tú quien cuando sueña se pone vallas a los sueños, los acota y reduce hasta ser sutiles fantasías y les pone la etiqueta de imposibles.

Eres tú quien ha acumulado la arena que te rodea para estar en tu desierto particular…

A veces te sientes tan sola y tus paredes reverberan tanto… Que no nos oyes llamarte y suplicarte que nos mires. Estamos ahí… No te compadezcas más de tu sombra, quiérete e imprégnate de ese mundo que parece que te aparta. Ama tus pecas, atesora tus derrotas y camina…

Lo sé… A veces, tu soledad es tan grande que te susurra al oído canciones de amor…

A esas personas…

A esas personas…

feliz

Me gusta la gente que sabe ver el mérito y el brillo en los demás. Eso los hace grandes, enormes. Son personas que saben ver el talento ajeno y no les asusta; les ilusiona, les abre la mente, les muestra un camino de oportunidades compartidas… Tienen algo que va más allá del ego, se llama autoestima. Se conocen, se aprecian, se encuentran las virtudes y reconocen los defectos y luchan cada día por mejorar. Saben que tener talento cerca atrae su talento, que la inteligencia atrae inteligencia, que el buen rollo atrae buen rollo. Que el triunfo ajeno es el propio. Se mezclan, se alían, se empapan de otros que también sueñan… y algo nuevo se pone en marcha… son imanes que atraen lo bueno. Son insaciables buscando talento, escupen la pereza y encierran las quejas hasta que se hacen diminutas y se evaporan.

Son personas que no temen que nadie les haga sombra, porque saben que tener cerca a un sabio les hace más sabios… que el brillo de los demás jamás les dejará opacos sino que les ayudará a sacar a la luz sus habilidades. Jamás he conocido a una persona inteligente que se rodee de personas estúpidas, que no tengan estímulo o ganas de hacer cosas nuevas. Los inteligentes de verdad, aquellos que se guían por la razón pero también por las emociones, buscan personas con energía, con ganas, personas que convierten las pequeñas cosas en aventuras… que crean hábitos y saben cómo no caer en la monotonía porque saben cómo reinventarse la vida a cada paso. Esas personas que no ven obstáculos sino retos, las que miran un desierto e imaginan un mundo… que usan un arma poderosa llamada intuición. Son gente elástica, que se adapta pero que sabe volver a su forma original si es necesario.

Son personas que construyen, que unen, que buscan palabras y diálogo. Defienden sus ideas pero saben ceder. Saben que son falibles y vulnerables pero lo utilizan para crecer… Se pegan a lo bueno y lo aplauden. Comparten, observan como lechuzas, se enamoran de lo que les rodea, toman nota… rectifican, almacenan sensaciones, ahuyentan miedos después de meditarlos y reconocerlos… caminan sin parar. Suben montañas de papeles, de facturas, de rocas afiladas, de arenas movedizas, de miradas de envidia, pero no se detienen más que para tomar aire y contemplar. Crean, generan, aman. Y ven ingenio en un mar de mediocridad, un diamante en una ciénaga… encuentran la palabra amable en el discurso victimista y demoledor… y cuando están agotados, sonríen por si más tarde el cansancio les vence y se olvidan.

Me gustan esas personas porque brillan en la oscuridad. Su brillo no cesa, a pesar de que algunos intenten mitigarlo y esconderlo, lo oculten en el último rincón del lugar más alejado… su luz siempre se cuela por el resquicio de una puerta, traspasa las paredes, derriba muros. Ese brillo no puede esconderse, lo llevan escrito en la cara e impregna cada cosa que tocan porque hacen magia.