Suéltala
Todos tenemos bananas. Creencias arraigadas y limitantes que nunca nos cuestionamos y, a veces, no identificamos. Las bananas nos recortan las posibilidades y las oportunidades.
Todos tenemos bananas. Creencias arraigadas y limitantes que nunca nos cuestionamos y, a veces, no identificamos. Las bananas nos recortan las posibilidades y las oportunidades.
Escuchamos poco. Pensamos demasiado y mal. Damos vueltas como un hámster desesperado que no para nunca, intentando alcanzar algo que no existe o que no nos hemos planteado si vale la pena, sin más objetivo que el de no detenerse, amarrado a su noria sin decidir bajar. Tal vez porque demasiadas veces no sabemos qué queremos… Tal vez porque demasiadas veces nos aterra la ilusión de parar, sentir y darnos cuenta de lo absurdo que es lo que hacemos.
A veces, cometemos el error de pensar que los demás sienten como nosotros sentimos… Y otras, cometemos el error de dejar que nos dicten cómo y qué debemos sentir. Vivimos pendientes de lo que nos sugieren las imágenes que vemos en una pantalla en milésimas de segundo, construimos mundos con eslóganes prestados para vendernos perfume cuyo aroma ni siquiera importa.
Queremos cambiar el mundo, sin antes empezar por nosotros mismos. Sin saber aún qué ofrecer, o peor aún, pensando que no podemos ofrecer nada.
Queremos cambiar sin hacer el esfuerzo de movernos ni un milímetro. Queremos un cambio exprés, sin concesiones ni sacrificios.
Lo queremos todo y lo queremos ya.
Nos asusta perder. Nos asusta aún más ganar. Nos aterra el compromiso de seguir.
Nos molesta esperar y cambiar de idea, no porque pensemos que sea la mejor idea que jamás hemos tenido, sino por dejar de tener la razón y admitir el error. Porque a veces, nos importa más tener la razón que conservar al amigo o al compañero… O al menos, reaccionamos de tal forma que lo parece. Y cuando nos damos cuenta es tarde. Rompemos relaciones porque se nos inflama el ego para compensar la pérdida de inteligencia emocional que sufrimos cuando queremos imponernos por la fuerza… A veces, actuamos como las bestias, pero sin su coherencia y naturalidad.
Llegamos tarde a las pruebas que nos pone la vida y repetimos la lección, porque no la llevamos aprendida.
Y a pesar de darnos cuenta, volvemos a repetir porque nos gusta lo fácil, aunque sea aburrido, y rutinario, aunque nos llene de asco mientras nos vacía de entusiasmo. Aunque sea la noria de ese hámster, ahora más cansado, de la que nunca puedes apearte. Preferimos un amor a medias que una pasión que nos desborde las expectativas… Aceptamos un trabajo que no nos hace felices porque es seguro, porque ya no nos supone esfuerzo… Y lo hacemos cada día de las misma forma, sin cambiar nada, con los mismos gestos, las mismas bromas, las mismas palabras.
Lo nuevo, lo que rompe y cambia esquemas, nos asusta. Nos provoca ansiedad. La incertidumbre nos asfixia hasta el punto de quedarnos con un dictador conocido antes de seguir a un sabio y tener que levantarnos más temprano y caminar un rato.
Consumimos rápido sin mirar el qué. Somos poco exigentes a veces con lo que nos llevamos a la boca y al alma. Nos quedamos mirando cualquier cosa que se mueva, aunque nos atomice y, sin embargo, desdeñamos todo lo que se lee o requiere un pequeño esfuerzo. Hemos dejado de lado los libros y la música… Los hemos substituido por ruido y juegos virtuales donde vivir vidas que no nos atrevemos a emprender en el mundo real.
Pagamos caro y, a veces, hacemos pagar caro a otros pensar distinto, vestir distinto, tener otros credos y osamos decir a algunos a quién está bien amar y a quién no… Nos asusta la diferencia y la rareza. Aunque luego, adoramos hasta mitificar a algunas personas convertidas en iconos, que tuvieron el valor de vivir sus diferencias y abrazar sus rarezas.
No nos gusta que los demás discrepen y nos asusta discrepar por si no caemos bien y suscitamos mofa…
Aunque, hay esperanza.
Porque lo que nos asusta nos motiva a crecer.
Porque lo que nos frena nos da la fuerza para movernos.
Porque lo que nos rompe nos da la capacidad para seguir enteros. Para cosernos y remendarnos y levantarnos cada día con ganas de más.
Porque el esfuerzo que invertimos en escondernos es el mismo que podríamos usar para dar la cara…
Porque lo mismo que usamos para alienarnos nos acerca. Porque hemos suprimido fronteras con un click y transformado venenos en antídotos.
Lo hemos demostrado mil veces antes. Somos flexibles y capaces. Cuando nos dejamos llevar por la intuición y la magia, saltamos al vacío, llegamos a la luna y construimos puentes sólidos. Flotamos con el pensamiento y somos capaces de entender y apreciar aquello que tal vez no conocemos. La piedad nos vence. Nos gana la emoción. Nos cambian las personas a las que amamos y la sensación de que nos quedan muchas por amar y conocer.
Cuando algo nos importa, insistimos hasta quedar exhaustos y no poder más. Y a veces, cuando algo nos toca el alma, los pensamientos callan, y entonces nos escuchamos y conseguimos conocernos. Podemos incluso oír a otros y saber de sus sueños y sus miedos. Y descubrimos que tenemos los mismos temores y que escondemos los mismos fantasmas.
Justo en ese momento, cuando nos damos cuenta de que lo que nos mueve es más importante que lo que nos impulsa a pararnos… Cuando sabemos que lo que nos zarandea y asusta es mejor que lo que nos paraliza… Que lo que nos da miedo es justo hacia lo que debemos acercarnos… Justo en ese momento se pone en marcha algo dentro de nosotros que ya es imparable y nos acerca a nuestros retos.
Porque la misma energía que usamos para destruir se puede usar para crear, para transformar, para cambiar lo que nos rodea… Y el primer paso somos nosotros. No nos damos cuenta, pero el tiempo y la energía que perdemos huyendo de nosotros mismos en la noria, nos servirían para conocernos y alcanzar la luna.
A veces, vuelo.
Sucede durante pocos segundos. Es casi una sensación, una sacudida que me acaricia y me hace sentir que puedo con todo.
Me pasa cuando estoy harta y decido que ya no acumulo más rabia y vacío la mochila de horrores y chismes perversos.
Cuando estoy en el tren, mirando por la ventana, y el mar salpica las rocas y me doy cuenta de que hay mucha belleza que no abarcan mis sentidos. Y al volver la vista, mis ojos chocan con los de una niña que ríe y lleva zapatos rojos.
Vuelo cuando pido perdón por uno de mis millones de errores y al otro lado encuentro comprensión y caricias. Cuando me doy cuenta del poder que tienen las palabras y del que tenemos todos al usarlas sin saberlo.
Me pasa cuando escribo. Cuando cuento historias raras y alguien las lee y me dice que se ha emocionado o me da las gracias cuando soy yo quién debería pasar una eternidad agradecida por el gesto.
A veces vuelo cuando miro atrás y recuerdo que pude y que insistí a pesar de que hubo momentos en que tenía una necesidad inmensa de tirar la toalla. Me veo fantástica y me da esperanzas para creer que todos, cuando queremos, somos maravillosos.
A veces vuelo mientras lloro porque puedo transformar el dolor en magia.
Vuelo si amo y, como amo mucho, vuelo sin parar. Vuelo durante los abrazos de más de seis segundos y con cualquier tipo de beso deseado y buscado. A penas levanto un milímetro del suelo, tal vez ni siquiera eso, pero noto como mis pies flotan y el aire se llena de oxígeno y una euforia densa me cubre el pecho.
Vuelo y, cuando vuelo, el corazón se me acelera y el pulso escribe notas en mi cabeza para que cante sin abrir la boca y baile sin moverme apenas…
Cuando camino un rato, puedo volar. La soledad me invade y todo a mi alrededor se vuelve lento y mientras yo doy un paso el mundo está quieto y puedo metérmelo en el bolsillo.
Vuelo si sueño despierta y el deseo de tocar ese sueño es tan intenso que las lágrimas de ilusión por imaginarlo inundan mi rostro cansado pero acelerado de tanto inventar…
Vuelo si pongo paz y si cierro heridas. Vuelo si alguien a mi lado puede volar o es capaz de creer que yo pueda.
Vuelo cuando la bestia me mira y sé que me quiere, a pesar de ser tan feroz que todo el mundo crea que va a devorarme las manos con las que la acaricio.
Vuelo si puedo imaginar que vuelo.
Vuelo si me quiero tanto que me perdono las erratas y dejo de culparme por no haber existido en una perfección imposible.
Puedo volar si puedo sentir. Si consigo mirar al abismo y pensar que voy a esquivarlo a golpe de conciencia. Si me noto tan elástica que doy la vuelta y me adapto al marco de la foto que me hago cada día.
Si me respeto a mi misma tanto que soy capaz de no reprocharme, ni medirme, ni recortarme. Si soy capaz de mirarme con ojos bondadosos.
Si me quiero y encuentro hermosa, vuelo… Si a pesar de estar muy cansada, pretendo insistir… Vuelo.
Si camino por un pasillo lleno de caras agrias y no me importa… Vuelo.
Vuelo cuando me lo juego todo, tanto si me equivoco como si acierto, porque lo que cuenta es la intención y el gesto…
Vuelo si estás a mi lado y me abrazas.
Vuelo cuando tengo tanto miedo que levanto la cabeza y sigo adelante para no darme cuenta de que lo tengo y no quedarme paralizada. Cuando admito que tengo miedo y soy capaz de decirlo en voz alta.
Vuelo cuando no oculto de mi esencia y me atrevo a mostrarla. Cuando mi imprudencia supera mis complejos, cuando me arriesgo a perder y pierdo y me miro a la cara.
Vuelo cuando no me avergüenza admitir que vuelo y hablo cuando muchos desearían que me quedara callada.
Vuelo, pero vuelo poco y vuelo corto aún, porque a menudo me preocupa demasiado perder el control y me ocupo demasiado en demostrar al mundo que valgo la pena… Y esa lucha por defenderme de un mundo, que en el fondo no me ataca como yo creo, me quita energía y me resta magia.
Vuelo bajo porque mientras vuelo no siempre me suelto ni confío en mi misma como merezco… Porque la cabeza se me llena de pensamientos funestos y se adueñan de mi ánimo.
A veces, vuelo. Es sólo un instante, y a menos de un milímetro del suelo, pero es tan grande esa sensación que casi me noto las alas.